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Sociology of punishment and the death penalty
30
Director del Área Política de Fundación Libertad y Desarrollo. Licenciado en Ciencia Política, catedrático y analista político en el programa Sin Filtro de Guatevisión.
15 Feb 2021

Reflexiones sobre criminalidad y castigos

No. No pretendo abordar la discusión sobre la pena de muerte desde la perspectiva moral, utilitaria o de derechos humanos. Para eso están los seminarios de ética, las clases de historia y de derecho internacional humanitario. O más sencillo aún, las anodinas discusiones en Twitter. 

El plan hoy es remembrar las enseñanzas de Emile Durkheim y analizar su aplicabilidad a la discusión sobre la pena capital. Recordemos. Durkheim fue uno de los primeros sociólogos en estudiar comportamientos criminales, patologías que rompen la integración social y algunos mecanismos para contener dichos comportamientos.

El francés esbozó una sencilla teoría para entender las tres razones por las que una persona cumple con una norma social: 1) Utilitarismo; 2) Miedo al castigo; o 3) por pura ética individual

Quizá el mejor ejemplo es aplicarlo al tránsito vehicular. ¿Por qué respeto yo el alto mientras estoy manejando? Sencillo. Durkheim diría que es por una de estas tres razones: 1) Respetar el alto trae consigo un valor utilitario; si no lo hago, es posible que sufra de un accidente con consecuencias materiales y humanas. 2) Si no respeto el alto, y la policía de tránsito o una cámara me descubre, tendré una multa de tránsito que generará un costo económico. O 3) Respetar el alto simplemente es lo “correcto”.

Apliquemos esas enseñanzas a la pena de muerte. Asumamos que la misma se aplicará a aquellas personas que cometan delitos peligrosos, como el asesinato, la violación, el secuestro, con los agravantes particulares por razones de edad, uso de la fuerza, etc. Eso automáticamente invalida la tercera taxonomía del modelo Durkheim. El asesino simplemente no ve el valor ético-moral de “no matar”. 

Una lógica similar aplica con la primera clasificación. Al final el asesino, violador o secuestrador calcula su utilidad en función a los beneficios potenciales de cometer el crimen. 

El único desincentivo para no cometer el delito entonces es el “miedo al castigo”. Y ojo, aquí las dos variables en juego son la probabilidad de ser castigado junto con la severidad de este. De aquí entonces que la dureza de la pena tenga poco impacto si el sistema resulta incapaz de procesar al delincuente. 

El paradigma de lo anterior son los grandes casos de corrupción del último sexenio. Pérez Molina, Baldetti, Gustado Alejos y compañía enfrentan -cada uno- acusaciones que en caso de ser declarados culpables, conllevan penas de varias décadas en prisión. Sin embargo, por falencias propias del sistema (retardos maliciosos, sobrecarga de fiscalías y juzgados, uso excesivo del amparo, mal diligenciamiento de la prueba, amedrentamiento de denunciantes y testigos, etc.) los casos no llegan a su debida conclusión.

Y ojo. Muchas pensarán que es un mal propio de los casos vinculados con delitos de cuello blanco. Sin embargo, hagamos un repaso rápido a casos vinculados con pandilleros, que a pesar de tener decenas de ingresos a los penales del país, incluso varios homicidios en su historial, los procesos eventualmente caen presa de los males del sistema. 

Dicho esto, la conclusión es evidente: sin una mejora en el sistema de justicia, sin una mejoría sustantiva en los procesos de investigación, procesos judiciales y dinámicas procesales, que permitan aumentar la posibilidad de castigo, la gravedad de la pena -por sí sola- no es suficiente para desincentivar conductas delictivas. La respuesta no es la pena de muerte en sí mismo; sino la reforma judicial. 

Sociología del castigo y la pena de muerte
30
Director del Área Política de Fundación Libertad y Desarrollo. Licenciado en Ciencia Política, catedrático y analista político en el programa Sin Filtro de Guatevisión.
15 Feb 2021

Reflexiones sobre criminalidad y castigos

No. No pretendo abordar la discusión sobre la pena de muerte desde la perspectiva moral, utilitaria o de derechos humanos. Para eso están los seminarios de ética, las clases de historia y de derecho internacional humanitario. O más sencillo aún, las anodinas discusiones en Twitter. 

El plan hoy es remembrar las enseñanzas de Emile Durkheim y analizar su aplicabilidad a la discusión sobre la pena capital. Recordemos. Durkheim fue uno de los primeros sociólogos en estudiar comportamientos criminales, patologías que rompen la integración social y algunos mecanismos para contener dichos comportamientos.

El francés esbozó una sencilla teoría para entender las tres razones por las que una persona cumple con una norma social: 1) Utilitarismo; 2) Miedo al castigo; o 3) por pura ética individual

Quizá el mejor ejemplo es aplicarlo al tránsito vehicular. ¿Por qué respeto yo el alto mientras estoy manejando? Sencillo. Durkheim diría que es por una de estas tres razones: 1) Respetar el alto trae consigo un valor utilitario; si no lo hago, es posible que sufra de un accidente con consecuencias materiales y humanas. 2) Si no respeto el alto, y la policía de tránsito o una cámara me descubre, tendré una multa de tránsito que generará un costo económico. O 3) Respetar el alto simplemente es lo “correcto”.

Apliquemos esas enseñanzas a la pena de muerte. Asumamos que la misma se aplicará a aquellas personas que cometan delitos peligrosos, como el asesinato, la violación, el secuestro, con los agravantes particulares por razones de edad, uso de la fuerza, etc. Eso automáticamente invalida la tercera taxonomía del modelo Durkheim. El asesino simplemente no ve el valor ético-moral de “no matar”. 

Una lógica similar aplica con la primera clasificación. Al final el asesino, violador o secuestrador calcula su utilidad en función a los beneficios potenciales de cometer el crimen. 

El único desincentivo para no cometer el delito entonces es el “miedo al castigo”. Y ojo, aquí las dos variables en juego son la probabilidad de ser castigado junto con la severidad de este. De aquí entonces que la dureza de la pena tenga poco impacto si el sistema resulta incapaz de procesar al delincuente. 

El paradigma de lo anterior son los grandes casos de corrupción del último sexenio. Pérez Molina, Baldetti, Gustado Alejos y compañía enfrentan -cada uno- acusaciones que en caso de ser declarados culpables, conllevan penas de varias décadas en prisión. Sin embargo, por falencias propias del sistema (retardos maliciosos, sobrecarga de fiscalías y juzgados, uso excesivo del amparo, mal diligenciamiento de la prueba, amedrentamiento de denunciantes y testigos, etc.) los casos no llegan a su debida conclusión.

Y ojo. Muchas pensarán que es un mal propio de los casos vinculados con delitos de cuello blanco. Sin embargo, hagamos un repaso rápido a casos vinculados con pandilleros, que a pesar de tener decenas de ingresos a los penales del país, incluso varios homicidios en su historial, los procesos eventualmente caen presa de los males del sistema. 

Dicho esto, la conclusión es evidente: sin una mejora en el sistema de justicia, sin una mejoría sustantiva en los procesos de investigación, procesos judiciales y dinámicas procesales, que permitan aumentar la posibilidad de castigo, la gravedad de la pena -por sí sola- no es suficiente para desincentivar conductas delictivas. La respuesta no es la pena de muerte en sí mismo; sino la reforma judicial. 

Are we witnessing the death of our democracy?
31
Paul Boteo es Director General de Fundación Libertad y Desarrollo. Además, es catedrático universitario y tiene una maestría en Economía por la Pontificia Universidad Católica de Chile. 
15 Feb 2021

Cuando The Economist lanzó la primera edición del Democracy Index en el año 2006, calificó a Guatemala como una “Democracia Defectuosa” y nos colocó en la posición 77 de 167 países evaluados, con una calificación de 6.07 sobre un máximo posible de 10 puntos. Las cuatro categorías de este índice son: Democracia Plena, Democracia Defectuosa, Régimen Híbrido y Régimen Autoritario. Considerando estas categorías, la evaluación que se hacía de Guatemala era “aceptable”, tomando en cuenta que para entonces sólo teníamos 20 años de haber iniciado nuestro período democrático. Hubiese sido poco realista aspirar a ser una “Democracia Plena” en tan corto período de tiempo.

¿Qué ha sucedido desde aquella primera evaluación? Lamentablemente hemos experimentado un fuerte deterioro. En la edición de 2011, The Economist comenzó a considerarnos un Régimen Híbrido, que se define como una combinación de democracia con ciertos rasgos autoritarios. Lo que provocó la reducción de categoría fue el detrimento en el proceso electoral de ese año.  Quedaba claro que las campañas electorales en Guatemala costaban cientos de millones de quetzales, financiadas en su mayoría por la corrupción y el narcotráfico. ¿Qué calidad democrática puede tener un país en donde el crimen es el principal financista de los partidos políticos?

Entre el 2015 y el 2016 se tuvo una mejora en la calificación, producto de los movimientos ciudadanos y la lucha contra la corrupción que se impulsaba en aquellos días. Si bien seguíamos siendo considerados un “Régimen Híbrido”, por lo menos mejoramos en participación política, dado que la ciudadanía estaba más activa y menos tolerante con la impunidad.

Lamentablemente, desde ese entonces hemos descendido de forma considerable, al pasar de la posición 79 en 2016, a la posición 97 (de 167 países) en el último reporte publicado recientemente. La caída más dramática ha sido en Funcionamiento del Gobierno, pero también se registró un deterioro considerable en Cultura Política y en Libertades Civiles.

Preocupa sobremanera que estemos en la misma categoría de Honduras, Bolivia, El Salvador y Haití; y peligrosamente cercanos a Nicaragua, Cuba y Venezuela que son considerados regímenes completamente autoritarios. ¿Hasta donde llegará el deterioro de nuestra democracia? ¿Nos convertiremos en un régimen autoritario?

El problema fundamental de Guatemala es que nunca se ha logrado que el poder político le rinda cuentas a la ciudadanía, y el Estado de Derecho ha sido sólo una quimera. El deterioro en nuestro sistema entre 2006 y 2014 fue tal, que las principales figuras políticas de aquel entonces exhibían sin ningún pudor la riqueza que habían “logrado” producto de la corrupción y los negocios con el Estado, con la certeza que jamás serían llevados a la justicia. 

En la elección de Corte Suprema de Justicia de 2014, los principales partidos políticos de aquel entonces se encargaron de poner a “sus magistrados” para garantizarse total impunidad. Estaban seguros de que controlaban todo el sistema de justicia y hablaban con cinismo y altanería ante los medios de comunicación, sin respeto alguno por la ciudadanía. Cuando se exhibió la podredumbre de nuestro sistema en los siguientes años, la ciudadanía salió a las calles manifestado su rechazo a esa clase política inescrupulosa que había saqueado al país, con la esperanza de que por fin iba terminar el reino de la impunidad.  Pero ese sueño por lograr un país con justicia pronto descarriló y hoy estamos ante un escenario similar al de 2014, en donde las mafias están por tomar control de las altas Cortes del país.

En las próximas semanas se elegirán magistrados para Corte de Constitucionalidad, Corte Suprema de Justicia y Cortes de Apelaciones. Las fuerzas criminales quieren cooptar el sistema de justicia. Si lo logran, se pavimentaría el camino hacia la consolidación de un Estado criminal. ¿De qué democracia hablaríamos entonces?

 

Este artículo y la imagen fueron originalmente publicados por El Periódico en Sociedad de Plumas: https://elperiodico.com.gt/noticias/domingo/2021/02/14/estamos-atestigua...

¿Estamos atestiguando la muerte de nuestra democracia?
31
Paul Boteo es Director General de Fundación Libertad y Desarrollo. Además, es catedrático universitario y tiene una maestría en Economía por la Pontificia Universidad Católica de Chile. 
15 Feb 2021

Cuando The Economist lanzó la primera edición del Democracy Index en el año 2006, calificó a Guatemala como una “Democracia Defectuosa” y nos colocó en la posición 77 de 167 países evaluados, con una calificación de 6.07 sobre un máximo posible de 10 puntos. Las cuatro categorías de este índice son: Democracia Plena, Democracia Defectuosa, Régimen Híbrido y Régimen Autoritario. Considerando estas categorías, la evaluación que se hacía de Guatemala era “aceptable”, tomando en cuenta que para entonces sólo teníamos 20 años de haber iniciado nuestro período democrático. Hubiese sido poco realista aspirar a ser una “Democracia Plena” en tan corto período de tiempo.

¿Qué ha sucedido desde aquella primera evaluación? Lamentablemente hemos experimentado un fuerte deterioro. En la edición de 2011, The Economist comenzó a considerarnos un Régimen Híbrido, que se define como una combinación de democracia con ciertos rasgos autoritarios. Lo que provocó la reducción de categoría fue el detrimento en el proceso electoral de ese año.  Quedaba claro que las campañas electorales en Guatemala costaban cientos de millones de quetzales, financiadas en su mayoría por la corrupción y el narcotráfico. ¿Qué calidad democrática puede tener un país en donde el crimen es el principal financista de los partidos políticos?

Entre el 2015 y el 2016 se tuvo una mejora en la calificación, producto de los movimientos ciudadanos y la lucha contra la corrupción que se impulsaba en aquellos días. Si bien seguíamos siendo considerados un “Régimen Híbrido”, por lo menos mejoramos en participación política, dado que la ciudadanía estaba más activa y menos tolerante con la impunidad.

Lamentablemente, desde ese entonces hemos descendido de forma considerable, al pasar de la posición 79 en 2016, a la posición 97 (de 167 países) en el último reporte publicado recientemente. La caída más dramática ha sido en Funcionamiento del Gobierno, pero también se registró un deterioro considerable en Cultura Política y en Libertades Civiles.

Preocupa sobremanera que estemos en la misma categoría de Honduras, Bolivia, El Salvador y Haití; y peligrosamente cercanos a Nicaragua, Cuba y Venezuela que son considerados regímenes completamente autoritarios. ¿Hasta donde llegará el deterioro de nuestra democracia? ¿Nos convertiremos en un régimen autoritario?

El problema fundamental de Guatemala es que nunca se ha logrado que el poder político le rinda cuentas a la ciudadanía, y el Estado de Derecho ha sido sólo una quimera. El deterioro en nuestro sistema entre 2006 y 2014 fue tal, que las principales figuras políticas de aquel entonces exhibían sin ningún pudor la riqueza que habían “logrado” producto de la corrupción y los negocios con el Estado, con la certeza que jamás serían llevados a la justicia. 

En la elección de Corte Suprema de Justicia de 2014, los principales partidos políticos de aquel entonces se encargaron de poner a “sus magistrados” para garantizarse total impunidad. Estaban seguros de que controlaban todo el sistema de justicia y hablaban con cinismo y altanería ante los medios de comunicación, sin respeto alguno por la ciudadanía. Cuando se exhibió la podredumbre de nuestro sistema en los siguientes años, la ciudadanía salió a las calles manifestado su rechazo a esa clase política inescrupulosa que había saqueado al país, con la esperanza de que por fin iba terminar el reino de la impunidad.  Pero ese sueño por lograr un país con justicia pronto descarriló y hoy estamos ante un escenario similar al de 2014, en donde las mafias están por tomar control de las altas Cortes del país.

En las próximas semanas se elegirán magistrados para Corte de Constitucionalidad, Corte Suprema de Justicia y Cortes de Apelaciones. Las fuerzas criminales quieren cooptar el sistema de justicia. Si lo logran, se pavimentaría el camino hacia la consolidación de un Estado criminal. ¿De qué democracia hablaríamos entonces?

 

Este artículo y la imagen fueron originalmente publicados por El Periódico en Sociedad de Plumas: https://elperiodico.com.gt/noticias/domingo/2021/02/14/estamos-atestigua...

The authoritarian threat in El Salvador
115
Daphne Posadas es Directora del Área de Estudios Internacionales en Fundación Libertad y Desarrollo. Participa en espacios de análisis político en radio, televisión y medios digitales. Está comprometida con la construcción de un mundo de individuos más libres y responsables.
15 Feb 2021

Nayib Bukele, el presidente de El Salvador, tiene 39 años. Es uno de los primeros presidentes  “millenial”. Desde que asumió el poder el 1 de de junio de 2019, ha sorprendido a muchos, pero no precisamente por las mejores razones. En su discurso de toma de posesión aseguró: “nuestro país (refiriéndose a El Salvador) es como un niño enfermo, nos toca ahora a todos cuidarlo, nos toca a todos tomar medicina amarga, sufrir un poco de dolor”. Una clara y evidente referencia a la visión paternalista de los estados latinoamericanos para con sus ciudadanos. 

Desde ahí -y aún antes, en su campaña electoral- se empezaban a hacer evidentes los síntomas de su populismo y lo que sería un complicado camino para la democracia en El Salvador. En 2019 fueron muchos los escándalos que acompañaron su primer año de gobierno. Pasaron poco más de 6 meses desde su toma de posesión, cuando Bukele ordenó al Ejército salvadoreño irrumpir en la Asamblea Legislativa para presionar la aprobación de financiamiento para su plan de seguridad y no siendo suficiente, se sentó en la silla del presidente de un poder ajeno al suyo, violando el principio republicano de la división de poderes. Muchos catalogan aquel evento como un intento de golpe de Estado. Ahora se conmemora un año de aquel 9 de febrero, que será recordado como uno de los más desafortunados episodios de la democracia salvadoreña.

Con la pandemia, el discurso autoritario se intensificó. Las medidas sanitarias en El Salvador fueron algunas de las más agresivas en la región.  Una de las características principales de los populistas es que mientras arrebatan las libertades individuales, muchos les aplauden. 

La popularidad de Bukele se ha mantenido en números altos. Una encuesta de Mitofsky en julio de 2020 le concede el primer puesto en el top ranking de mandatarios con un 84% de aprobación. Un ejercicio de CID Gallup en noviembre de 2020 asegura que Bukele es el mejor presidente rankeado en la región con un 90% de aprobación. Todo esto sucede a pesar de que las medidas decretadas por el presidente provocaron la destrucción de 82 mil empleos formales y el PIB en El Salvador se desplomó  8.6% en 2020; sin agregar el componente de los múltiples escándalos de malversación de fondos que surgieron.

El pasado 9 de febrero Bukele viajó a Washington en una visita no oficial. Intentó reunirse con funcionarios del gobierno de Joe Biden, quienes rechazaron sus solicitudes. Algunas fuentes aseguran que el mensaje era un llamado de atención para atender a las normas básicas de la democracia y el Estado de Derecho. Otras, aseguran que se quería evitar que las reuniones fueran utilizadas con fines electorales previo a los comicios que se celebrarán el próximo 28 de febrero cuando serán las elecciones para la Asamblea Legislativa en el El Salvador. Con su partido recién creado, Nuevas Ideas, parece que el “bukelismo” podría tomar control de uno más de los poderes del estado salvadoreño convirtiéndose en la segunda fuerza política en el legislativo. 

En el ambiente político en El Salvador, se puede cortar la tensión con un cuchillo. A un año del 9F, un diputado de oposición del partido Arena solicitó que se aplicara el procedimiento constitucional a Bukele para determinar su incapacidad mental

No cabe duda que los salvadoreños, aquellos que no le aplauden, hoy por fin pueden ver la amenaza real, populista y autoritaria del mandatario. ¿Serán las instituciones salvadoreñas lo suficientemente fuertes para contrarrestarlo?

La amenaza autoritaria en El Salvador
115
Daphne Posadas es Directora del Área de Estudios Internacionales en Fundación Libertad y Desarrollo. Participa en espacios de análisis político en radio, televisión y medios digitales. Está comprometida con la construcción de un mundo de individuos más libres y responsables.
15 Feb 2021

Nayib Bukele, el presidente de El Salvador, tiene 39 años. Es uno de los primeros presidentes  “millenial”. Desde que asumió el poder el 1 de de junio de 2019, ha sorprendido a muchos, pero no precisamente por las mejores razones. En su discurso de toma de posesión aseguró: “nuestro país (refiriéndose a El Salvador) es como un niño enfermo, nos toca ahora a todos cuidarlo, nos toca a todos tomar medicina amarga, sufrir un poco de dolor”. Una clara y evidente referencia a la visión paternalista de los estados latinoamericanos para con sus ciudadanos. 

Desde ahí -y aún antes, en su campaña electoral- se empezaban a hacer evidentes los síntomas de su populismo y lo que sería un complicado camino para la democracia en El Salvador. En 2019 fueron muchos los escándalos que acompañaron su primer año de gobierno. Pasaron poco más de 6 meses desde su toma de posesión, cuando Bukele ordenó al Ejército salvadoreño irrumpir en la Asamblea Legislativa para presionar la aprobación de financiamiento para su plan de seguridad y no siendo suficiente, se sentó en la silla del presidente de un poder ajeno al suyo, violando el principio republicano de la división de poderes. Muchos catalogan aquel evento como un intento de golpe de Estado. Ahora se conmemora un año de aquel 9 de febrero, que será recordado como uno de los más desafortunados episodios de la democracia salvadoreña.

Con la pandemia, el discurso autoritario se intensificó. Las medidas sanitarias en El Salvador fueron algunas de las más agresivas en la región.  Una de las características principales de los populistas es que mientras arrebatan las libertades individuales, muchos les aplauden. 

La popularidad de Bukele se ha mantenido en números altos. Una encuesta de Mitofsky en julio de 2020 le concede el primer puesto en el top ranking de mandatarios con un 84% de aprobación. Un ejercicio de CID Gallup en noviembre de 2020 asegura que Bukele es el mejor presidente rankeado en la región con un 90% de aprobación. Todo esto sucede a pesar de que las medidas decretadas por el presidente provocaron la destrucción de 82 mil empleos formales y el PIB en El Salvador se desplomó  8.6% en 2020; sin agregar el componente de los múltiples escándalos de malversación de fondos que surgieron.

El pasado 9 de febrero Bukele viajó a Washington en una visita no oficial. Intentó reunirse con funcionarios del gobierno de Joe Biden, quienes rechazaron sus solicitudes. Algunas fuentes aseguran que el mensaje era un llamado de atención para atender a las normas básicas de la democracia y el Estado de Derecho. Otras, aseguran que se quería evitar que las reuniones fueran utilizadas con fines electorales previo a los comicios que se celebrarán el próximo 28 de febrero cuando serán las elecciones para la Asamblea Legislativa en el El Salvador. Con su partido recién creado, Nuevas Ideas, parece que el “bukelismo” podría tomar control de uno más de los poderes del estado salvadoreño convirtiéndose en la segunda fuerza política en el legislativo. 

En el ambiente político en El Salvador, se puede cortar la tensión con un cuchillo. A un año del 9F, un diputado de oposición del partido Arena solicitó que se aplicara el procedimiento constitucional a Bukele para determinar su incapacidad mental

No cabe duda que los salvadoreños, aquellos que no le aplauden, hoy por fin pueden ver la amenaza real, populista y autoritaria del mandatario. ¿Serán las instituciones salvadoreñas lo suficientemente fuertes para contrarrestarlo?

Death Penalty: Cheap Populism
28
Edgar Ortiz es el Director del Área Jurídica en Fundación Libertad y Desarrollo, es catedrático universitario y participa como analista político en diferentes medios de comunicación. 
12 Feb 2021

¿Por qué un guatemalteco en Ciudad de Guatemala se atraviesa un semáforo en rojo, conduce por encima del límite de velocidad o deja caer la basura en la calle sin mucha preocupación? ¿por qué un guatemalteco en Los Ángeles o en Chicago no se comporta del mismo modo? La respuesta es sencilla: si un chapín comete esas infracciones en Chicago o Los Ángeles sabe que es altamente probable que lo castiguen.

Esto resume una idea fundamental que planteó el Premio Nobel de Economía, Gary Becker (1930-2014). De acuerdo con el modelo de Becker, un criminal sopesará los “beneficios” de cometer un crimen en función de los costos esperados de su conducta. Dicho esto, ¿cuál es el “costo” de cometer un crimen? El castigo que recibiría el delincuente.

El castigo, sin embargo, depende de dos factores: la probabilidad de que el criminal sea castigado y, en segundo lugar, la severidad del castigo. En Guatemala se estima que la tasa de impunidad alcanza el 97%.

En el modelo de Becker esto explica perfectamente por qué hay altos índices de delincuencia: el costo de cometer un delito en Guatemala es bajísimo. Los delincuentes saben que, casi con total seguridad, saldrán impunes luego de cometer un delito. No interesa que la hipotética pena sea alta porque dado que la probabilidad de recibir un castigo es casi nula.

Por eso la idea de sugerir la pena de muerte como una solución a nuestros problemas es absurda. ¿Cómo resuelve el problema imponer sanciones más severas si la probabilidad de ser castigado sigue siendo baja?

No pretendo convencer a la gente que defiende la pena de muerte en una columna. Lo que sí intento es mostrar que en términos prácticos abrir el debate de la pena de muerte es una pérdida de tiempo. A las personas que defienden la pena de muerte también debería convencerles el argumento: de poco sirve decretar la pena de muerte si la probabilidad de castigo es casi nula.

Por otra parte, aplicar la pena de muerte es inviable por razones legales. Esto lo abordé en esta entrada hace unos años. Lo que debemos hacer es voltear a ver a la solución de fondo: arreglar el sistema de justicia.

De acuerdo con el Global Impunity Index, Guatemala califica como uno de los países con “alta impunidad”, lo cual confirma la tesis de que es la impunidad la causa de nuestros altos índices de violencia y delincuencia. 

No extraña cuando vemos que Guatemala tiene una media de 6 jueces por cada 100,000 habitantes cuando el promedio latinoamericano es de 16 jueces por cada 100,000 habitantes; cuando Guatemala tiene 1.6 defensores públicos por cada 100,000 habitantes. Costa Rica, un país con tasas de delincuencia más bajas tiene 23 jueces por cada 100,000 habitantes y 8 defensores públicos por cada 100,000 habitantes, por ejemplo.

Eso sin entrar a valorar la “calidad” de los operadores de justicia. De acuerdo con el Índice de Competitividad Global que publica el Foro Económico Mundial, Guatemala clasifica en el puesto 100 en términos de independencia judicial. Nuestra calificación es comparable a la de países como Camerún, Mali, Zimbabue o México. 

Así que hago una sugerencia: en lugar de plantear sandeces, exijamos a los diputados que inicien una discusión sobre la necesaria reforma al sistema de justicia. De paso exíjanosles que nombren magistrados de Corte Suprema de Justicia y Salas de Corte de Apelaciones, ya que no lo han hecho porque pretenden subordinar a los tribunales a sus intereses criminales. Eso sí que nos lleva a la raíz del problema central: la impunidad.

Pena de muerte: populismo y del barato
28
Edgar Ortiz es el Director del Área Jurídica en Fundación Libertad y Desarrollo, es catedrático universitario y participa como analista político en diferentes medios de comunicación. 
12 Feb 2021

¿Por qué un guatemalteco en Ciudad de Guatemala se atraviesa un semáforo en rojo, conduce por encima del límite de velocidad o deja caer la basura en la calle sin mucha preocupación? ¿por qué un guatemalteco en Los Ángeles o en Chicago no se comporta del mismo modo? La respuesta es sencilla: si un chapín comete esas infracciones en Chicago o Los Ángeles sabe que es altamente probable que lo castiguen.

Esto resume una idea fundamental que planteó el Premio Nobel de Economía, Gary Becker (1930-2014). De acuerdo con el modelo de Becker, un criminal sopesará los “beneficios” de cometer un crimen en función de los costos esperados de su conducta. Dicho esto, ¿cuál es el “costo” de cometer un crimen? El castigo que recibiría el delincuente.

El castigo, sin embargo, depende de dos factores: la probabilidad de que el criminal sea castigado y, en segundo lugar, la severidad del castigo. En Guatemala se estima que la tasa de impunidad alcanza el 97%.

En el modelo de Becker esto explica perfectamente por qué hay altos índices de delincuencia: el costo de cometer un delito en Guatemala es bajísimo. Los delincuentes saben que, casi con total seguridad, saldrán impunes luego de cometer un delito. No interesa que la hipotética pena sea alta porque dado que la probabilidad de recibir un castigo es casi nula.

Por eso la idea de sugerir la pena de muerte como una solución a nuestros problemas es absurda. ¿Cómo resuelve el problema imponer sanciones más severas si la probabilidad de ser castigado sigue siendo baja?

No pretendo convencer a la gente que defiende la pena de muerte en una columna. Lo que sí intento es mostrar que en términos prácticos abrir el debate de la pena de muerte es una pérdida de tiempo. A las personas que defienden la pena de muerte también debería convencerles el argumento: de poco sirve decretar la pena de muerte si la probabilidad de castigo es casi nula.

Por otra parte, aplicar la pena de muerte es inviable por razones legales. Esto lo abordé en esta entrada hace unos años. Lo que debemos hacer es voltear a ver a la solución de fondo: arreglar el sistema de justicia.

De acuerdo con el Global Impunity Index, Guatemala califica como uno de los países con “alta impunidad”, lo cual confirma la tesis de que es la impunidad la causa de nuestros altos índices de violencia y delincuencia. 

No extraña cuando vemos que Guatemala tiene una media de 6 jueces por cada 100,000 habitantes cuando el promedio latinoamericano es de 16 jueces por cada 100,000 habitantes; cuando Guatemala tiene 1.6 defensores públicos por cada 100,000 habitantes. Costa Rica, un país con tasas de delincuencia más bajas tiene 23 jueces por cada 100,000 habitantes y 8 defensores públicos por cada 100,000 habitantes, por ejemplo.

Eso sin entrar a valorar la “calidad” de los operadores de justicia. De acuerdo con el Índice de Competitividad Global que publica el Foro Económico Mundial, Guatemala clasifica en el puesto 100 en términos de independencia judicial. Nuestra calificación es comparable a la de países como Camerún, Mali, Zimbabue o México. 

Así que hago una sugerencia: en lugar de plantear sandeces, exijamos a los diputados que inicien una discusión sobre la necesaria reforma al sistema de justicia. De paso exíjanosles que nombren magistrados de Corte Suprema de Justicia y Salas de Corte de Apelaciones, ya que no lo han hecho porque pretenden subordinar a los tribunales a sus intereses criminales. Eso sí que nos lleva a la raíz del problema central: la impunidad.

Celebrating a below-average economy?
31
Paul Boteo es Director General de Fundación Libertad y Desarrollo. Además, es catedrático universitario y tiene una maestría en Economía por la Pontificia Universidad Católica de Chile. 
10 Feb 2021

¿Por qué es importante aceptar la realidad  sobre la economía guatemalteca? Porque sólo si comprendemos la magnitud del drama y el sufrimiento de millones de personas en este país, tendremos el sentido de urgencia para hacer los cambios institucionales profundos que nos permitirían crecer económicamente y dejar atrás el subdesarrollo.

 

No cabe duda que Guatemala tiene potencial de crecer económicamente. Nuestra ubicación geográfica, con conexiones al Pacífico y el Atlántico, y con la cercanía al mercado más grande del mundo (Estados Unidos) sin duda nos brinda ventajas que otros países  envidiarían. Nuestro clima agradable los 12 meses del año, nuestra gente “chambeadora”, nuestras riquezas naturales y arqueológicas nos podrían convertir en la potencia del turismo centroamericano. Todo esto es cierto y podríamos repetirlo hasta la saciedad, pero la pregunta de fondo debe ser ¿por qué a pesar de ese “potencial”, llevamos 200 años de subdesarrollo económico y social? ¿Por qué no hemos logrado alcanzar el mismo nivel de desarrollo que Chile o Uruguay; o mejor aún por qué no logramos  convertirnos en un país desarrollado?

Guatemala ha hecho avances en las últimas décadas, no cabe la menor duda,  pero hay dos aspectos que no debemos perder de vista. Lo primero es que gran parte de la “reconfiguración” que vemos en el interior se debe a los más de $100,000 millones de remesas que ha recibido el país desde el 2002. Es innegable que esto ha ayudado a millones de guatemaltecos a tener una mejor vivienda, alimentar mejor a sus hijos y enviarlos a la escuela, lo cual ha repercutido en mejores indicadores para el país. La pregunta que tenemos que hacernos es ¿cuál sería el panorama para Guatemala sin ese flujo constante y creciente de remesas? ¿Qué crisis políticas, económicas y sociales estaríamos enfrentando sin el trabajo de más 2 millones de guatemaltecos en Estados Unidos? Y más aún, ¿cuál es el mérito de que el principal motor de una economía sean las personas que tuvieron que ir a una especie de “exilio” porque no pudieron encontrar empleo en su país de origen?

Y el siguiente punto que tenemos que enfatizar es que los cambios que ha experimentado el país en las últimas dos décadas suceden a un ritmo demasiado lento. Si decidimos dejarnos “llevar por la inercia” de los últimos veinte o treinta años, podríamos quedarnos atrapados  en el subdesarrollo un siglo más. Hay que decirlo, nuestro ritmo de crecimiento económico no nos convierte en una economía dinámica que nos augura llegar al desarrollo en la próxima década, ni siquiera en los próximos 20 o 30 años. ¿Por qué tendríamos que estar conformes y ser autocomplacientes con este ritmo de crecimiento? ¿Por qué nos tenemos que “felicitar” por ser una economía mediocre?

Hay personas que les gusta ver el “vaso medio lleno”, pero el problema con este tipo narrativa es que no nos llevan a nada, más que a la autocomplacencia. Y además son terriblemente insensibles con el 50% de la población que viven en la pobreza desde hace décadas ¿Cómo explicarle a un niño que sufre desnutrición crónica y no asiste a la escuela que debe estar optimista de que talvez sus bisnietos logren superar la pobreza, porque este país no es capaz de despegar económicamente? Este no es un país de oportunidades laborales, este no es un país de alto crecimiento económico, este no es un país que permita la movilidad social, este no es un país que permita el “sueño guatemalteco”.

La evidencia de nuestro fracaso como país es que cada año miles de guatemaltecos intentan dejar esta “economía con gran potencial” porque no encuentran trabajo o porque tienen que salir huyendo por amenazas a su seguridad. Un país exitoso es el que recibe migrantes, no el que expulsa a una proporción importante de su población.

¿Por qué es importante aceptar la realidad  sobre la economía guatemalteca? Porque sólo si comprendemos la magnitud del drama y el sufrimiento de millones de personas en este país, tendremos el sentido de urgencia para hacer los cambios institucionales profundos que nos permitirían crecer económicamente y dejar atrás el subdesarrollo. Por el contrario, la autocomplacencia nos hace creer que “todo está bien” y que solo se necesitan cambios cosméticos.

El problema de Guatemala es que sus instituciones han sido cooptadas por la corrupción, la impunidad y ahora por el narcotráfico. Y el riesgo de un mayor deterioro es evidente  y nos podría llevar a escenarios bastante complicados de los que sería muy difícil salir.

Hace unos años, muchos estaban contentos con el “desempeño económico” de Nicaragua. Era el “ejemplo” de la región. Hoy ese país vive unos de los períodos más oscuros de su historia y casi ninguna empresa quiere llegar a invertir allí. Ojalá que en Guatemala no nos estemos lamentando en unos años por nuestra negligencia y miopía.

Dejemos de celebrar la mediocridad y exijamos los cambios que necesita el Estado de Guatemala.

 

¿Celebrar una economía mediocre?
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Paul Boteo es Director General de Fundación Libertad y Desarrollo. Además, es catedrático universitario y tiene una maestría en Economía por la Pontificia Universidad Católica de Chile. 
10 Feb 2021

¿Por qué es importante aceptar la realidad  sobre la economía guatemalteca? Porque sólo si comprendemos la magnitud del drama y el sufrimiento de millones de personas en este país, tendremos el sentido de urgencia para hacer los cambios institucionales profundos que nos permitirían crecer económicamente y dejar atrás el subdesarrollo.

 

No cabe duda que Guatemala tiene potencial de crecer económicamente. Nuestra ubicación geográfica, con conexiones al Pacífico y el Atlántico, y con la cercanía al mercado más grande del mundo (Estados Unidos) sin duda nos brinda ventajas que otros países  envidiarían. Nuestro clima agradable los 12 meses del año, nuestra gente “chambeadora”, nuestras riquezas naturales y arqueológicas nos podrían convertir en la potencia del turismo centroamericano. Todo esto es cierto y podríamos repetirlo hasta la saciedad, pero la pregunta de fondo debe ser ¿por qué a pesar de ese “potencial”, llevamos 200 años de subdesarrollo económico y social? ¿Por qué no hemos logrado alcanzar el mismo nivel de desarrollo que Chile o Uruguay; o mejor aún por qué no logramos  convertirnos en un país desarrollado?

Guatemala ha hecho avances en las últimas décadas, no cabe la menor duda,  pero hay dos aspectos que no debemos perder de vista. Lo primero es que gran parte de la “reconfiguración” que vemos en el interior se debe a los más de $100,000 millones de remesas que ha recibido el país desde el 2002. Es innegable que esto ha ayudado a millones de guatemaltecos a tener una mejor vivienda, alimentar mejor a sus hijos y enviarlos a la escuela, lo cual ha repercutido en mejores indicadores para el país. La pregunta que tenemos que hacernos es ¿cuál sería el panorama para Guatemala sin ese flujo constante y creciente de remesas? ¿Qué crisis políticas, económicas y sociales estaríamos enfrentando sin el trabajo de más 2 millones de guatemaltecos en Estados Unidos? Y más aún, ¿cuál es el mérito de que el principal motor de una economía sean las personas que tuvieron que ir a una especie de “exilio” porque no pudieron encontrar empleo en su país de origen?

Y el siguiente punto que tenemos que enfatizar es que los cambios que ha experimentado el país en las últimas dos décadas suceden a un ritmo demasiado lento. Si decidimos dejarnos “llevar por la inercia” de los últimos veinte o treinta años, podríamos quedarnos atrapados  en el subdesarrollo un siglo más. Hay que decirlo, nuestro ritmo de crecimiento económico no nos convierte en una economía dinámica que nos augura llegar al desarrollo en la próxima década, ni siquiera en los próximos 20 o 30 años. ¿Por qué tendríamos que estar conformes y ser autocomplacientes con este ritmo de crecimiento? ¿Por qué nos tenemos que “felicitar” por ser una economía mediocre?

Hay personas que les gusta ver el “vaso medio lleno”, pero el problema con este tipo narrativa es que no nos llevan a nada, más que a la autocomplacencia. Y además son terriblemente insensibles con el 50% de la población que viven en la pobreza desde hace décadas ¿Cómo explicarle a un niño que sufre desnutrición crónica y no asiste a la escuela que debe estar optimista de que talvez sus bisnietos logren superar la pobreza, porque este país no es capaz de despegar económicamente? Este no es un país de oportunidades laborales, este no es un país de alto crecimiento económico, este no es un país que permita la movilidad social, este no es un país que permita el “sueño guatemalteco”.

La evidencia de nuestro fracaso como país es que cada año miles de guatemaltecos intentan dejar esta “economía con gran potencial” porque no encuentran trabajo o porque tienen que salir huyendo por amenazas a su seguridad. Un país exitoso es el que recibe migrantes, no el que expulsa a una proporción importante de su población.

¿Por qué es importante aceptar la realidad  sobre la economía guatemalteca? Porque sólo si comprendemos la magnitud del drama y el sufrimiento de millones de personas en este país, tendremos el sentido de urgencia para hacer los cambios institucionales profundos que nos permitirían crecer económicamente y dejar atrás el subdesarrollo. Por el contrario, la autocomplacencia nos hace creer que “todo está bien” y que solo se necesitan cambios cosméticos.

El problema de Guatemala es que sus instituciones han sido cooptadas por la corrupción, la impunidad y ahora por el narcotráfico. Y el riesgo de un mayor deterioro es evidente  y nos podría llevar a escenarios bastante complicados de los que sería muy difícil salir.

Hace unos años, muchos estaban contentos con el “desempeño económico” de Nicaragua. Era el “ejemplo” de la región. Hoy ese país vive unos de los períodos más oscuros de su historia y casi ninguna empresa quiere llegar a invertir allí. Ojalá que en Guatemala no nos estemos lamentando en unos años por nuestra negligencia y miopía.

Dejemos de celebrar la mediocridad y exijamos los cambios que necesita el Estado de Guatemala.