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¿Vamos a un nuevo colapso mundial?

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Los valores que hicieron grande a occidente, se están perdiendo. Y el resultado, podría ser desastroso para el mundo.

 

El mundo vive una paradoja. Nunca antes en la historia de la humanidad se había tenido tan alto nivel de vida y sin embargo, las protestas, el descontento ciudadano y las crisis políticas están brotando rápidamente en diferentes partes del orbe.

Los partidos políticos de extrema derecha o extrema izquierda cada vez obtienen más votos en las urnas, lo que refleja la creciente polarización que  está permeando en nuestras sociedades.

El discurso en contra de la globalización ya no es propio de la izquierda, sino que ha sido adoptado por actores considerados de derecha que cuestionan los beneficios del libre comercio, critican el multilateralismo y culpan a los migrantes de todos los males que aquejan a sus países.

Estados Unidos por su parte, tiene la intención de replegarse en su política exterior y con ello abdica de su liderazgo mundial,  dejando vacíos de poder que son llenados rápidamente por Rusia o China, como quedó demostrado tras su retirada de Siria.

Europa atraviesa por una crisis de identidad, con el proceso del Brexit inyectando gran incertidumbre económica y política, los movimientos independentistas a flor de piel y las dudas constantes sobre los beneficios de ser parte del segundo bloque económico más grande del mundo. Y lo peor de todo, es que Europa parece ser un continente totalmente rezagado respecto a la competencia tecnológica y empresarial entre China y Estados Unidos. La capacidad de influencia global de Europa ha venido decayendo paulatinamente en las últimas décadas, y corre el riesgo de llegar a ser casi irrelevante en los próximos veinte años.

Luego de la Segunda Guerra Mundial, los países occidentales crearon varias instituciones multilaterales para tratar de garantizar que no se repitiera la tragedia que recién acababan de experimentar. La ONU, el Banco Mundial, el FMI y la OTAN fueron producto de esos acuerdos. Sin embargo, hoy se cuestiona toda esa institucionalidad, en parte porque algunas de estas organizaciones se han visto envueltas en escándalos que han mermado su credibilidad; otras simplemente han perdido efectividad, pero también se debe a que las nuevas generaciones ven muy lejanos los horrores de la Primera y la Segunda Mundial, y no perciben ninguna utilidad de las instituciones que surgieron luego de ese conflicto global.

Con el aumento del descontento social y la consolidación de las opciones extremistas en el poder, las democracias occidentales se irán debilitando y en las próximas dos décadas es posible que lleguemos a ver regímenes dictatoriales, en donde alguna vez vimos democracias prósperas.

En América Latina, tenemos ejemplos de la decadencia que pueden sufrir los países, como es el caso de Venezuela, que pasó de ser la democracia más próspera de la región a finales de los años ochenta,  a la dictadura decadente que es hoy en día. O Argentina, que era una potencia mundial a inicios del siglo XX y en las últimas décadas ha experimentado tantas crisis económicas, que han mermado seriamente la calidad de vida de sus habitantes.  ¿Tendrá Chile el mismo destino?

La desesperación, el sentimiento de injusticia y la decepción con la democracia que prevalece en los ciudadanos de muchos países occidentales, podría cambiar si se inicia un nuevo período de alto crecimiento económico como el que se vivió en los noventas y los primeros siete años del presente siglo, que benefició a una amplia clase media.  Sin embargo, con las amenazas de guerras comerciales y el agotamiento de los estímulos monetarios y fiscales de la última década, es posible que el mundo experimente una nueva recesión en los próximos dos años, lo cual exasperaría más el ánimo de las personas.

La batalla por la democracia liberal, la defensa de los derechos individuales, la libertad de expresión y de prensa, el libre comercio y en general los valores que hicieron grande a occidente, se están perdiendo. Y el resultado, podría ser desastroso para el mundo.

De cambios políticos y el futuro institucional

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El escenario político hacia 2020

Entre 2015 y 2019, Guatemala vivió un proceso sin precedente de lucha contra la corrupción. Ni las manos limpias de la Italia de los 90’s, ni la ofensiva anti-corrupción de Rumania de hace una década, puede compararse en magnitud y profundidad con lo ocurrido en Guatemala en este cuatrienio.

Como todo proceso de cambio político traumático, se generan algunas condiciones recurrentes.

La polarización fue una de ellas. La historia de las Revoluciones recuerda siempre a los radicales y a los defensores del statu quo, y siempre las voces moderadas fenecen ante los extremismos de quienes quieren cambiarlo todo y quienes que no cambie nada. Esa polarización se sobrevino en Guatemala. Lo interesante del caso es que a pesar de la finalización del mandato de la Comisión -el actor central en el proceso- la polarización se mantiene y el enfrentamiento se arrecia con el paso de los días.

Otra condición es el desplome de los depuradores que iniciaron el cambio político. Los Cromwell, Robespierre y Maderos terminan cayendo víctima de la Revolución que ellos mismos iniciaron. La consolidación del cambio político cae en los hombros sobreviven la polarización y la lucha por el poder, al estilo de Guillermo de Orange, Napoleón y Plutarco Elías Calles. Esa dinámica se vive hoy en Guatemala, con los promotores del proceso depurador en franca retirada, o con el péndulo de la regresión en franca aceleración.

La tercera condición es el resultado subóptimo del proceso. Al estilo de la final de Game of Thrones, el poder generalmente no queda en manos de las fuerzas que protagonizaron la contienda, sino del actor que mejor logra posicionarse en medio del caos político.

El riesgo latente en estos procesos es el caos. La polarización, el desplome de los depuradores y la temporalidad que toma gestarse el resultado subóptimo, vienen acompañados de cierto desasosiego político y anarquía. Ninguna de las dos se ha hecho presente en el escenario guatemalteco. Pero lo cierto es que los fantasmas de la anarquía se posan amenazantemente sobre el firmamento.

Primero, se observa un Congreso con una agenda de “nunca más”, envían el mensaje que lo ocurrido no debe repetirse. Y para ello, no sólo tienen que favorecer a la facción victoriosa (véase la Ley de Aceptación de Cargos), sino además, revertir los avances institucionales alcanzados (véase los esfuerzos por desarmar la aplicación de la Ley de Extinción de Dominio, o limitar la autonomía del Fiscal General). Y todo ello, debe coronarse con una narrativa alterna, una versión “oficial” de lo ocurrido que se contraponga a los hechos fácticos recogidos en medios e investigaciones.

Segundo, se observa la persistencia de la atomización y la fragmentación. En el plano político partidista, el resultado de la elección 2019 fue el Congreso más atomizado de la historia, en el cual el proceso de alcanzar mayorías será el más complejo de la historia democrática. Pero en el plano de los actores relevantes, las rencillas y la sed de venganza se mantienen a flor de piel.

Tercero, un debilitamiento de la institucionalidad. Cortes desgastadas y un irrespeto generalizado a sus resoluciones. Organismos del Estado desarmados.

Todos estos fantasmas sí aparecen en la ecuación guatemalteca. El riesgo entonces es replicar la maldición del náufrago que nada durante horas para sólo darse cuenta de que se alejó más de la orilla.

Alejarse de la orilla implica que mientras perdura la anarquía, las mafias se reagrupen y encuentren nuevas formas de operar el control del territorio y de los espacios de poder. Recuperar espacios de poder equivale retomar el control de los negocios, de las viejas formas de hacer política o de restituir el círculo “inversión electoral – rentabilidad corrupta” que sin duda, se vio afectado a partir de 2016.

El empresario y la política

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 ¿Puede continuar la indiferencia?  

 

Vivimos en un mundo en el que el crecimiento económico y el desarrollo de los pueblos tienen nuevos desafíos y obstáculos que están haciendo mucho más complejo y difícil el consenso sobre los diagnósticos y sobre las decisiones que se deben tomar.

El común denominador de estos tiempos difíciles y a veces de gran incertidumbre y pesimismo está en la política. 

El problema es que la política, los políticos y la democracia – el sistema político menos imperfecto que se conoce – están quedando en deuda el mundo.  

La mitad de los países de Centro América están cada día más cerca de convertirse en narco Estados; otro es la finca de un tirano asesino; y los otros tienen dificultades para crecer con vigor.  

En medio del silencio y la indiferencia del mundo, se acabaron las palabras para describir el daño y la destrucción que la narco dictadura madurista ha causado al pueblo venezolano y a Venezuela. 

Colombia está amenazada otra vez por una narco guerrilla y un movimiento de izquierda apoyados por Maduro.

El posible retorno de Fernández al poder en Argentina, la continuidad de Morales en Bolivia, y USA, México y Brasil gobernados por personajes extremadamente pintorescos y a veces peligrosos por decir lo menos, hacen del continente americano una ecuación explosiva, por también decir lo menos. 

Reino Unido, Israel y España tienen grandes dificultades para formar sus gobiernos y el resto de Europa tiene gobiernos debilitados y con graves problemas para gobernar con efectividad. China y Rusia con ciudadanos cada día más inquietos e insatisfechos – esto, aunque delicado y peligroso, es una buena noticia – tienen a Xi y a Putin nerviosos.

A este rompecabezas global debemos agregar dos temas complejos y sin solución a la vista.

El primero es que la economía del mundo no está generando suficientes oportunidades, las expectativas están muy por encima de la realidad; y por primera vez en la historia de la humanidad se proyecta que la siguiente generación tendrá menos ingresos y vivirá menos que la anterior.

El segundo es la discusión sobre el cambio climático, la migración ilegal y la renta universal. Desafíos que están en las mesas de discusión sin solución sencilla o económicamente viable.

Hasta aquí, no son cuestiones de optimismo o pesimismo; son datos.

Ahora bien, también es cierto que nunca en la historia de la humanidad, como en nuestra generación, se había creado tanta riqueza y se había subido tanto el bienestar de la raza humana, incluyendo la expectativa de vida. Entonces, ¿estamos en un cambio de ciclo y de era que no estamos comprendiendo y mucho menos encajando?

Somos la generación del cambio exponencial en la tecnología, con la mecanización, la robótica, la Inteligencia artificial. Se están perdiendo trabajos y la gente no está encontrando opciones para renovar conocimiento o reponer el trabajo perdido.  

También vivimos la era de la post verdad – o, mejor dicho, la era de la mentira – con las redes sociales. Todo se vale. La verdad y la mentira se confunden y nos hacen sociedades indolentes donde nadie cree en nadie.

A los empresarios no les gusta la política, aunque cada día les afecta más. Por eso, el tema es muy sencillo. El empresario no puede seguir dando la espalda a la política. Tiene que ser parte de ella; para empezar, con en el apoyo a la formación de cuadros técnicos y el apoyo a tanques de pensamiento con capacidad de propuesta de políticas públicas.   

El problema es de recursos, materiales e intelectuales. Y solo el empresario los puede reunir. Está claro que casi todos los políticos están en otras cosas.   

Al final, el gran desafío de nuestro tiempo es rescatar y fortalecer la política y los valores de occidente: la democracia liberal con división de poderes, el Estado de Derecho, la certeza jurídica para la inversión y una poderosa visión estratégica para el futuro.  

Insumos para la reforma electoral

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Mayorías artificialmente engrandecidas y alta fragmentación partidaria.

 

La reforma a la Ley Electoral y de Partidos Políticos de 2016, instituyó que luego de cada proceso electoral, se debe integrar una Comisión de Actualización y Modernización Electoral -CAME- cuyo objetivo es evaluar la elección recién concluida y de ser necesario, presentar propuestas de reformas.

En este sentido, el análisis de los resultados electorales, particularmente de las elecciones legislativas, permiten identificar algunas áreas en las que se requiere discusión sobre reforma electoral.

Una primera conclusión es que el sistema de elección propicia la construcción de “mayorías artificiales”. Por ejemplo, para la elección de diputados, el Partido Unidad Nacional de la Esperanza (UNE) obtuvo un 17.86% de los votos totales para el Congreso (dato que sale de la sumatoria de los listados distritales y la Lista Nacional). Sin embargo, obtuvo 52 diputaciones, que equivale a un 32.50% del total de integrantes del Congreso.

Lo anterior es -en gran medida- una consecuencia del diseño institucional del sistema electoral.

Por un lado, se debe señalar la asimetría existente en cuanto al tamaño de los distritos electorales. Luego de la reforma a la Ley Electoral y de Partidos Políticos del laño 2016, que estableció un número fijo de diputados totales (160), además de un número fijo de diputados por distritos, se mantuvo prácticamente la misma distribución que imperó desde 2004 a 2015.

Esto implicó que 13 de los 23 distritos mantuvieron una magnitud de 4 o menos. Estos distritos los encontramos particularmente en el oriente del país, además de otros departamentos como Totonicapán, Sololá o Retalhuleu.  En estos 13 distritos, se privilegia a los partidos mayoritarios. El problema anterior se agravaba a raíz de la utilización del Método D’Hondt para la conversión de votos en escaños. La literatura de los sistemas electorales ha demostrado que el sistema D’Hondt favorece a los partidos mayoritarios, lo que agudizaba la desigualdad funcional del sistema de partidos políticos

Al realizar un análisis de regresión sobre la relación entre el tamaño de los distritos y el porcentaje de votos requeridos para alcanzar representación, a la luz de los resultados electorales 2019, en los distritos con magnitud inferior a 4, se requirió que los partidos políticos obtuvieran por lo menos 15% de los votos para acceder a representación. Esto implica que en esos 13 distritos pequeños, únicamente partidos “grandes” o con fortaleza en el territorio pudieron acceder a representación. Y precisamente vemos que la UNE se llevó 20 de 39 diputaciones a asignar.

Por otro lado, los distritos de magnitud grande (Central y Guatemala) además de la Lista Nacional genera un efecto inverso: promueven la fragmentación del sistema.  El análisis de regresión indica que en los distritos de magnitud superior a 10, el porcentaje de votos requeridos para alcanzar un escaño fue inferior al 5%. Y particularmente, en el Listado Nacional, el porcentaje de votos fue de 2.64%. Es decir, mientras en los distritos pequeños se favoreció a los partidos grandes, en los distritos grandes se fomentó que un número alto de partidos con bajos porcentajes de votación alcanzaran una curul.

Por ejemplo, en el Listado Nacional (de magnitud 32), 18 partidos alcanzaron escaños. Y de ellos, cuatro partidos (Unionista, URNG-Maíz, Victoria y Winaq) obtuvieron su curul a pesar de haber obtenido menos de 3% del total de los votos. Caso similar ocurrió con el Distrito Guatemala (de magnitud 19), en el cual 13 partidos políticos obtuvieron por lo menos una curul, y de ellos, dos partidos (BIEN y Victoria) lo hicieron a pesar de haber obtenido menos de 4% de los votos distritales.

La sumatoria de las dos distorsiones antes identificadas genera entonces Congresos en los que existe una fuerza mayoritaria (la UNE) artificialmente fortalecida; al mismo tiempo en que existe una alta fragmentación, entendida como un alto número de partidos pequeños con pocos diputados.

Un ciclo electoral en América Latina

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Entre la continuidad autoritaria, el desgaste democrático y la crisis política.

Con las recientes elecciones en Argentina y Uruguay, ha concluido un ciclo más de procesos electorales en América Latina. En poco más de 30 meses, la mayoría de países del continente vivieron procesos de elección de sus autoridades de gobierno. Este ciclo político culminado ha puesto en evidencia que la democracia a pesar de consolidarse, atraviesa una encrucijada.

Por un lado, vemos un escenario de descontento con la política. En México y en El Salvador, las victorias de Andrés Manuel López Obrador y Nayib Bukele, mostraron el cansancio del electorado con la corrupción de la partidocracia tradicional. Caso similar se vivió en Brasil, donde la victoria de Jair Bolsonaro fue una clara reacción a la corruptela y clientelismo de dos décadas del PT bajo Lula y Rousseff. Y en una línea similar podemos agrupar a Panamá y Laurentino Cortizo, luego de una década de relativo continuismo bajo Ricardo Martinelli y Juan Carlos Varela.

El descontento también aparece a mitad de regímenes a medio término. En 2019, varios gobiernos de la región han enfrentado complejas crisis políticas. En Ecuador, Lenín Moreno, quien poco a poco fue separándose de la política de Correa y apostó por mayor libertad económica, sufre el embate de sindicatos que han dirigido protestas en contra de las medidas liberalizadoras. En Chile, la joya de la democracia latinoamericana, Sebastián Piñera, también ha visto el rechazo de un segmento importante de la ciudadanía, a raíz del aumento a las tarifas del transporte. En ambos casos, las manifestaciones y movilizaciones institucionales ponen en jaque a los gobiernos a medio período.

En otras latitudes, aprendices de dictadores apelan a un mal llamado “derecho humano” para aspirar a la reelección. Evo Morales en Bolivia y Juan Orlando Hernández en Honduras desvirtuaron la protección a los derechos fundamentales, para perpetuarse en el poder. Ambos regímenes llegaron al extremo de forzar elecciones sobre las cuales se posaron los fantasmas del fraude.

La reacción ciudadana llegó. Jornadas de manifestaciones, paros y denuncias de la comunidad internacional se hicieron presentes. En Honduras, Hernández apeló a la experiencia de Nicolás Maduro en Venezuela: “si no me sacan por la fuerza, me quedo en el poder”.  Morales parecía encaminado a replicar la misma ruta, pero ante el desplome de su gabinete y la falta de apoyo de las fuerzas armadas bolivianas, renunció del cargo el pasado domingo.

Mientras en Honduras, la situación interna se agrava, luego que en el reciente juicio por narcotráfico contra Tony Hernández, el hermano del Presidente, saliera a relucir la vinculación de altas autoridades del país con carteles de la droga.

Y por último, el fantasma del populismo regresa a la región. Hace cuatro años Argentina logró librarse de las cadenas del kirchnerismo. Pero bajo el gobierno liberal bajo Mauricio Macri hubo pocos avances sociales y el crecimiento económico no fue el esperado, en 2019, retorna el fantasma de Cristina de Kirchner. El regreso de la polémica figura, sobre quien pesan varios casos de corrupción, se da como vicepresidenta del electo Alberto Fernández.

Y así la realidad de la democracia en América Latina. Una ciudadanía cuyo descontento con los partidos tradicionales le lleva a votar por opciones de cambio. Gobiernos acechados por el descontento popular. Regímenes que utilizan mil argucias para aferrarse al poder. Mientras en Venezuela y Honduras las sombras de la captura criminal del Estado se consolidan con el paso de los días.

Sólo en Costa Rica, Uruguay y Paraguay la estabilidad política -con sus matices y bemoles- es la norma.

Cuando Fidel Castro incitaba “estallidos” en América Latina

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Lo que muchos analistas desacreditan y denominan “teorías de la conspiración”, tiene cada vez más confirmaciones de personajes con credibilidad que validan que hay un plan y una intención de desestabilizar a los gobiernos de la región

 

Corrían los años finales de la década de los ochentas -también llamada la “década perdida”- y la otrora democracia exitosa que en su momento fue Venezuela, comenzaba a mostrar signos inequívocos de declive. A finales de 1988, en octubre, el gobierno del saliente presidente Jaime Lusinchi (quien se encontraba fuera de Venezuela en labores diplomáticas), enfrentó una intentona de golpe cuando un tanque de Casa Militar pretendió tomar el Palacio de Miraflores mientras el Ministro de Exteriores, el Dr. Simón Alberto Consalvi, se encontraba encargado de la presidencia. A raíz de aquel suceso, la División de Inteligencia Militar venezolana alertaría al presidente Lusinchi en un informe que habían detectado un plan de “desobediencia civil” y de disturbios que ocurriría en las próximas semanas, pero lamentablemente el mensaje no preocupó ni puso en guardia al entonces presidente[1].

Recordemos que para ese momento, América Latina se hallaba enfrentando los embates de la llamada “crisis de la deuda” que afectaría a casi todos los países de la región en esa década. Además, desde 1985 una agonizante Unión Soviética había puesto en marcha la Perestroika y la Glásnost, que eran una serie de reformas económicas y políticas, que impactaron negativamente en la ayuda que desde los años sesenta suministraban a la Revolución Cubana. Estas dos circunstancias hicieron que de alguna forma Fidel Castro volviera la mirada a su vecindario, aprovechándose del caldo de cultivo de malestar en la población, generado por los ajustes y recortes que aplicaron la mayoría de los gobiernos deficitarios para poder pagar a sus acreedores. Así las cosas, en lugar de apoyarse en los partidos comunistas (como tradicionalmente lo había hecho), Castro comenzaría una cruzada anti-FMI “contra la deuda externa y por la liberación nacional”[2].

“Ya había habido algunos estallidos sociales, porque en Santo Domingo se produjo un estallido social; no un estallido catastrófico todavía para el sistema, pero se produjo un estallido social (…) Cuando el Fondo Monetario obligó al gobierno de Santo Domingo a aplicar determinadas medidas, se produjo lo que pudiéramos llamar una insurrección espontánea en República Dominicana”[3].

Estas palabras las pronunciaría Fidel Castro en 1985 en una conferencia sindical donde se trataba el tema de la deuda en América Latina.

Tanto la inteligencia militar de ese país como la inteligencia estadounidense detallaron en informes posteriores que lo que ocurrió en Santo Domingo, eran

“motines planificados por los comunistas (…) había una conexión clara con los insurgentes de Nicaragua y El Salvador, que ahora llegaban a República Dominicana para participar en disturbios, junto con cubanos y motorizados armados enfrentarían a la policía (…) los motines comenzaron simultáneamente en lugares específicos, quemando llantas y propiedades (autobuses) en Santo Domingo y sus afueras. Luego motorizados armados ingresaron en los centros comerciales usando sus armas y violentando las puertas, invitando a la gente a tomar televisores, computadoras, incluso hasta joyas y ropa, anunciando que se habían liberado todos esos bienes del capitalismo para el pueblo; luego los motorizados desaparecieron mientras la voracidad de la gente destruía todo a su paso. Cuando la policía llegaba, arrestaba a esos de los que habla Castro (hombres, mujeres, adolescentes, amas de casa, gente sencilla del pueblo) porque todo estaba concebido para que quedara en la mente de todos que había sido espontáneo”[4] 

Así lo relató el agregado militar de la Embajada de Estados Unidos en República Dominicana, el teniente coronel Dominik George Nargele.

Finalmente, el 2 de febrero de 1989, el presidente venezolano Carlos Andrés Pérez tomaría posesión para un segundo mandato y entre sus primeras acciones de gobierno se encontraba también un fuerte plan de ajuste económico. A su toma de posesión asistirían varios líderes mundiales en el marco de la Cumbre Iberoamericana en Caracas, donde se tocaría precisamente el manejo de la deuda en los países latinoamericanos. Fidel Castro fue uno de los invitados.

Semanas después, el 27 de febrero, debido al anuncio de ajuste económico de Carlos Andrés Pérez, donde se eliminaba el subsidio de la gasolina (entre otras medidas), comenzaron protestas de los transportistas que derivaron una indetenible espiral de violencia, con disturbios y saqueos en toda la ciudad que se extendió por 9 días y en donde el Ejército, la Guardia Nacional y la Policía Metropolitana salieron a las calles a controlar la situación, que terminaría arrojando el funesto saldo de 276 muertos y alrededor de 3000 desaparecidos.

El “Caracazo”, como se le llamó a este estallido, cambiaría para siempre la psiquis del venezolano y la percepción que se tenía de Venezuela en la región y buena parte del mundo. Después de ser el país “vitrina” de América Latina, con el PIB per cápita más alto, con una de las democracias más sólidas y prósperas, con una clase media pujante y un crecimiento económico sin precedentes; se experimentó un quiebre, una fractura social irreparable, que en los años siguientes llevó a los ciudadanos a sucumbir a un proyecto político que, arropándose en ese descontento hacia el sistema, enrumbó al país -precisamente- hacia el plan esbozado por Fidel Castro para América Latina, convirtiendo a la nación petrolera en el principal sostén, promotor y agente de desestabilización de la isla en la región.

Aterrizando en el presente, recordemos que a finales de julio de este año se realizó en la ciudad de Caracas el XXV Encuentro del Foro de São Paulo, y que en el mismo se emitieron varias declaraciones sobre Chile y el gobierno del presidente Sebastián Piñera[5].

Posterior a esta reunión del eje socialista, en menos de tres meses, ocurrirían en Ecuador y en Chile sendos estallidos, que si bien tienen un componente importante de malestar e indignación en la población encubado por años, hay indicios crecientes de que fueron aprovechados por los gobiernos de Cuba y Venezuela para desestabilizar esos gobiernos. Repitiendo, prácticamente al calco, la estrategia de Fidel más de treinta años atrás.

De hecho, en días recientes, Nicolás Maduro dio una señal clara de que las protestas en la región se trataban de un plan trazado en el Foro Sao Paulo y que lo estaban ejecutando “tal como lo habían planeado” y luego, el segundo del chavismo, Diosdado Cabello, diría que “lo que está pasando en Perú, en Chile, en Argentina, en Honduras, en Ecuador, es apenas la brisita. Lo que viene ahora es el huracán”.

La tesis de la infiltración y la conspiración del Foro de Sao Paulo ha sido corroborada por el presidente del Ecuador, Lenín Moreno, cuando denunció presencia de las FARC y de colectivos paramilitares chavistas en las protestas de ese país; pero también por el Secretario General de la OEA, Luis Almagro, mediante un comunicado, donde denunció lo que describió como un “patrón” de desestabilización de Venezuela y Cuba en Colombia, Ecuador y en Chile. También estas afirmaciones han venido de nada más y nada menos que del propio presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, quien en llamada telefónica con el presidente chileno Sebastián Piñera “denunció los esfuerzos extranjeros para minar las instituciones chilenas, la democracia y la sociedad”.

Es decir, que lo que muchos analistas desacreditan y denominan “teorías de la conspiración”, tiene cada vez más confirmaciones de personajes con credibilidad que validan que hay un plan y una intención de desestabilizar a los gobiernos de la región. Además, hay evidencias y testimonios que corroboran que lo que está pasando no es nada nuevo, sino una reedición de los estallidos de los años ochentas que el castrismo alentó y estimuló.

Si en aquel momento ese fue el inicio de la debacle de autodestrucción en Venezuela, no dudemos que este sea el comienzo del final para cualquiera de los países de la región cuyo sistema comience a ser cuestionado por sus propios ciudadanos y poco a poco minado en su legitimidad y alcances.

 

[1] Rivero, Mirtha. La rebelión de los náufragos. Caracas. Editorial Alfa. 2009. Pp. 108-109

[2] Peñalver, Thays. La conspiración de los 12 golpes. Caracas. Editorial La Hoja del Norte. 2015. Pp. 140

[3] Peñalver, Thays. Ibídem. Pp. 137-138

[4] Peñalver, Thays. Ibídem; p. 139

[5] Memoria del XXV Encuentro del Foro de São Paulo – 25 al 28 de julio de 2019 – Caracas, Venezuela. “4.4 Chile”. En http://forodesaopaulo.org/memoria-del-xxv-encuentro-del-foro-de-sao-paulo-25-al-28-de-julio-de-2019-caracas-venezuela/

¿En qué se parecen Evo Morales y Juan Orlando Hernández?

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No puede haber medias tintas cuando se trata de defender las instituciones democráticas.

En nada, estaría tentado el lector a responder a la interrogante del título de esta columna. El boliviano es de izquierdas y el hondureño de derechas. O alguien podrá decir que los méritos de la gestión de Evo Morales son mayores que los de su homólogo hondureño o viceversa. Pero ese no es el punto de comparación.

Sin duda, para medirlos por los resultados de sus respectivas gestiones habría que recurrir a un arsenal de cifras y datos que no es ni el momento ni el lugar para ofrecer. En esta ocasión quiero llamar la atención a la similitud de ambos gobernantes en una cuestión: su irrespeto a las bases de un régimen democrático y del Estado de Derecho.

Evo Morales asumió por primera vez la presidencia en enero de 2006 y en diciembre de ese mismo año convocó a una asamblea nacional constituyente. Uno de los artículos de aquella nueva Constitución boliviana, concretamente el artículo 169, establece: “El periodo de mandato de la Presidenta o del Presidente y de la Vicepresidenta o del Vicepresidente del Estado es de cinco años, y pueden ser reelectas o reelectos de manera continua por una sola vez.” (resaltado propio)

Evo Morales recurrió a su primera trampa en 2014. Ya había cumplido dos periodos como presidente y las cortes interpretaron que bajo la “nueva constitución” solo había estado un periodo y se permitió su participación y naturalmente resultó ganador en las urnas.

En 2016 preparó un referendo para preguntar a los bolivianos si estaban de acuerdo en reformar la Constitución y permitir la reelección indefinida y los bolivianos dijeron que no. Evo perdió el referendo y nuevamente hizo trampa: el tribunal plurinacional constitucional dijo en 2017 que el artículo 169 de la Constitución boliviana era inconstitucional y que Morales podía reelegirse indefinidamente porque la reelección es un derecho humano.

No contento con ello, Evo Morales intentó robarse las elecciones el pasado 20 de octubre. El artículo 167 de la Constitución establece que gana la presidencia quien obtenga el 50% más uno de votos válidos o quien obtenga 45% de votos y saque una diferencia de 10 puntos porcentuales respecto del segundo lugar. Con el 86% del escrutinio era claro que Evo no ganaba en primera vuelta así que se “suspendió” temporalmente el conteo y a su reanudación Morales resultó “ganador en primera vuelta”. Lo que sigue ustedes lo conocen: Evo Morales renunció por la ola de protestas que siguieron al fraude electoral.

¿A qué viene la comparación con Juan Orlando Hernández? Pues que Juan Orlando hizo exactamente lo mismo en Honduras. La Constitución hondureña prohíbe la reelección y la Sala de lo Constitucional declaró inconstitucional la Constitución bajo el argumento de que la reelección es un derecho humano. No contento con ello, Juan Orlando se robó las elecciones en diciembre de 2017.

Mi reflexión final es la siguiente: la izquierda que defiende a Evo Morales es cavernícola, antidemocrática y autoritaria. Los logros de Evo son indiscutibles, pero también sus fallos, como el que denuncio en esta columna. De igual forma, la derecha que defiende a Juan Orlando es rancia, antidemocrática y autoritaria. No puede haber medias tintas cuando se trata de defender las instituciones democráticas. Ambos casos deberían ser igualmente condenables.

Veamos pues, como guatemaltecos, quiénes son los que defienden a capa y espada los atropellos de Evo Morales en Bolivia pues sus ideas son una amenaza a nuestras frágiles y débiles instituciones democráticas. Veamos también a la derecha rancia que justifica a Juan Orlando Hernández o las derivas autoritarias de Jimmy Morales, sus ideas también son un peligro para nuestras frágiles instituciones democráticas y republicanas.

Comentarios sobre Ecuador, Chile y Bolivia

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Un análisis sobre la situación política en Ecuador, Chile y Bolivia. 

 

Han pasado muchas cosas en Sudamérica en las últimas semanas. En Argentina hubo elecciones, al igual que en Uruguay, y en Ecuador y en Chile ha habido protestas contra medidas de ajuste que han tomado sus gobernantes. El caso boliviano merece una mención aparte. Quisiera hacer unas muy breves reflexiones al respecto de Ecuador, Chile y Bolivia.

Ecuador

El caso ecuatoriano ilustra bien el malestar que ha habido en torno a medidas de ajuste que afectan el bolsillo de la clase trabajadora. El presidente Lenín Moreno intentó recortar las subvenciones al combustible y eso enardeció a la población. Moreno no fue hábil para manejar la situación y acabó por declarar estado de emergencia, trasladarse a Guayaquil por temas de seguridad y lamentablemente hubo al menos 7 muertos.

La medida sorprendió a más de alguno (me incluyo). Moreno había ganado las elecciones como delfín de Correa, pero durante su gestión se ha apartado del nefasto socialismo del siglo XXI que pregonó su antecesor. La medida de recorte a los subsidios irritó a muchos, pero ciertamente un informe de junio de 2019 publicado por el BID demostró que Ecuador gasta el 7% del presupuesto nacional en subsidios a la gasolina, gas licuado y electricidad, con lo cual la medida de Moreno tenía sentido.

El mismo estudio demostraba que quitar el subsidio a la gasolina afectaría entre el 1 y 1.5% del ingreso de los ecuatorianos más pobres, con lo cual es sorprendente ver el nivel de malestar que ocasionó la medida en la población. En términos técnicos la medida propuesta por Moreno era justificada. Sin embargo, tuvo que recular. Los platos rotos los pagarán con el incremento del déficit presupuestario que acumularán. El propio Correa abonó al citado déficit.

Chile

Chile ofrece otro escenario similar. Ciertamente el aumento a la tarifa del metro generó malestar por buenas razones: según reporta la BBC, para los chilenos de bajo ingreso, el costo del transporte representa el 30% de su ingreso.

Al igual que en el caso ecuatoriano, probablemente el tacto político de Piñera falló y las protestas han durado más de doce días consecutivos. Lo que causa sorpresa es leer comentarios que pintan a Chile como un fracaso rotundo y como uno de los sistemas más desiguales e injustos cuando tal cosa no corresponde con la realidad. Muchos, incluso, han aprovechado la coyuntura para pedir una asamblea constituyente, no extraña que entre ellos el dictador venezolano, Nicolás Maduro.

Pero hay que recordar algunas cifras básicas de Chile: medido por paridad de poder adquisitivo (2017) Chile tiene la renta per cápita más alta de la región (US$ 24,634), la segunda tasa de pobreza más baja de la región (9%) por detrás de Uruguay (8%), el índice de desarrollo humano más alto de la región (2017). Si vamos a datos de calidad democrática la realidad es parecida: de acuerdo con el Democracy Index que publica la revista The Economist, Chile, junto a Costa Rica y Uruguay, son las tres democracias mejor calificadas de la región; si vamos al indicador de libertad del Freedom House, Chile (94/100) y Uruguay (98/100) son los mejor evaluados. Y si para remate fuéramos al Rule of Law Index, Chile ocupa el puesto número 3 en la región y el 25 del mundo.

Chile tiene problemas y sus problemas van en proporción a su nivel de renta. Muchos señalan la desigualdad como un factor, aunque si nos guiamos por el indicador sobre la materia, el coeficiente de Gini, veremos que Chile no es ni cerca el país más desigual de Latinoamérica: de hecho, de 18 países de Latinoamérica, Chile ocuparía el puesto 12. Los países más desiguales, de hecho, son Brasil (pese a años de gobiernos del PT), Guatemala y Colombia y en esos países no vemos la movilización social vista en Chile recientemente.

Bolivia

El caso boliviano es trágico. La victoria de Evo Morales es la consagración de un fraude que comenzó, al menos, desde noviembre de 2017. Evo intentó modificar la Constitución en 2016 para permitir la reelección indefinida y perdió el referendo. No contento con ello, el Tribunal Constitucional Plurinacional decidió declarar “inconstitucional la Constitución” (al más puro estilo del dictador hondureño, Juan Orlando Hernández) y esto avaló su notoriamente ilegal candidatura.

Pese a ese cúmulo de ilegalidades, el conteo de las pasadas elecciones en Bolivia se vio inexplicablemente interrumpido y cuando el sistema reanudó el conteo, apareció Evo Morales como ganador en primera vuelta. La propia OEA ha manifestado sus dudas sobre el proceso, pero eso al régimen de Morales poco le interesa.

En Bolivia también hubo protestas, pero no serán suficientes. Pocos hablan del notorio fraude boliviano, aunque los indicadores hablan por sí solos. De acuerdo con el Democracy Index de The Economist, Bolivia ocupa el puesto 14 de 20 países de Latinoamérica y de acuerdo con The Freedom House, Bolivia es “parcialmente libre” y tiene una deficiente calificación de 67/100.

Lamentablemente no vemos la misma indignación por Bolivia que la que vemos por Chile y Ecuador. Todo parece indicar que los regímenes afines al eje bolivariano son medidos con otra vara y quizás veamos un triste retorno a aquella ola de gobiernos bolivarianos tan poco amigos de la prosperidad y de las libertades y la democracia.

Diagnóstico de un fallido sistema de partidos

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Fragmentado, volátil, poco representativo… entre otras cosas

 

Guatemala tiene un sistema de partidos políticos fallido.

Desde la apertura democrática, la tragedia de los partidos políticos guatemaltecos ha sido objeto de estudio a nivel latinoamericano, por su fragmentación, volatilidad y poca representatividad.

¿Qué significan en la realidad estas características?

La fragmentación hace referencia al número desmedido de organizaciones que han surgido a lo largo de los años. De 1985 al 2018, se han registrado 98 partidos ante el TSE. Lo que los expertos no explican es que la mayoría de esas organizaciones han sido meros cascarones electorales, diseñados para llevar a determinados personajes o grupos al poder.

La volatilidad se refiere a la poca estabilidad de los partidos políticos. En 33 años de democracia, la vida promedio de los partidos ha sido de 12.1 años. En un poco más de una década, un partido nace, crece, se reproduce y muere.

Hasta 2019, de 72 partidos que han participado en procesos electorales, más de la mitad (40), sólo lo hizo en un evento electoral. Tan sólo 19 han sobrevivido a tres o más elecciones.

Salvo algunas excepciones, llegar al poder ha sido la mayor maldición para los partidos en Guatemala. Ninguna organización ha logrado reelegirse. Y en promedio, todos los partidos que han llegado a la Presidencia han perdido alrededor de 20 puntos porcentuales de votos luego de sus desastrosas gestiones al frente del Gobierno.

De ocho partidos que han ganado a la Presidencia entre 1985 y 2015, cinco de ellos ya no existen.

La falta de representatividad se debe a la forma en que los partidos funcionan. En Guatemala, los partidos han innovado para mal en la forma de hacer política. En lugar de construir organizaciones, con cohesión ideológica, con planes de gobierno y propuestas de políticas públicas, con afiliados comprometidos con la organización y una dirigencia interesada en el país; los partidos a penas aspiran a funcionar como meros vehículos electorales para caudillos y caciques.

Por ello se dice que los partidos operan como franquicias electorales.

Esto implica que la utilización de los recursos se focaliza en la campaña electoral y no en el fortalecimiento de la organización, en la formación de cuadros o en la capacitación de afiliados.

Bajo la lógica de “quien paga para llegar, llega para robar”, en Guatemala los partidos que ganaron las elecciones de 1985 a 2011, fueron los que más dinero gastaron en campaña, quienes más tuvieron acceso a espacios en televisión y quienes más hicieron uso del clientelismo.

La necesidad de recursos obliga a los partidos a buscar financiamiento en la corrupción, o peor aún, en el mundo criminal. Esto explica por qué el 75 por ciento de los fondos utilizados durante las campañas provienen de la corrupción o del narcotráfico. Por esta razón, en los últimos años, cuatro partidos políticos han sido cancelados por anomalías en el financiamiento.

Ante esta realidad de voracidad que ha capturado a los partidos, no debe sorprendernos entonces que de la campaña 2015, dos candidatos presidenciales (Manuel Baldizón y Otto Bernal); y del 2019, dos candidatos estén guardando prisión (Mario Estrada y Sandra Torres). 

Un modelo agotado

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Llegó el momento de replantear el sistema de Comisiones de Postulación.

 

Guatemala es una República con un sistema híbrido para la elección de autoridades. Por un lado, para el Ejecutivo y Legislativo, así como el poder local, se recurre a elecciones democráticas, en las cuales los partidos políticos actúan como vehículos de representación. Por otro lado, para la designación de autoridades del poder judicial, además de otros organismos de control (como el MP, la Contraloría, el TSE y la Corte de Constitucionalidad) se utiliza un modelo de elección corporativista. En este, los cuerpos sociales intermedios (universidades, gremios, colegios profesionales, etc.) participan como postuladores de los candidatos o como electores de última instancia.

Sin embargo, luego de treinta años bajo este diseño institucional, resulta evidente que el modelo se ha agotado, o que sencillamente ya no responde a la visión original de los constituyentes.

Los últimos tres procesos de elección de Magistrados de Apelaciones y Corte Suprema de Justicia han degenerado en conflictos jurídico-institucionales. En 2009, la elección de representantes del CANG ante la Comisión de Postulación mediante un sistema de representación de minorías, y la elaboración de las tablas de gradación, fueron objeto de impugnaciones. En 2014, la calificación de la “honorabilidad” e “idoneidad” por parte del el Congreso también fue objeto de impugnación. Y ahora, en 2019, la elección de representantes del Instituto de Magistrados y el incumplimiento del requerimiento de evaluar a jueces y magistrados fueron los motivos detrás de las acciones de amparo.

Tanto en 2014 como en 2019, las acciones de constitucionalidad tuvieron como consecuencia no intencionada el incumplimiento del “plazo fatal” del 13 de octubre. Cabe decir, en ninguno de los dos momentos, se generó un escenario apocalíptico de rompimiento institucional o parálisis de la justicia. Lo cierto es que para ningún sistema resulta sano que cada elección de jueces genere crisis y conflicto.

A nivel político, es indiscutible que el diseño corporativista ha servido como un instrumento para la captura del poder judicial por actores políticos o de interés. En 2009, se denunció la existencia de una “Terna X” dentro de la Postuladora para CSJ, cuyo encargo era otorgar altas calificaciones a los candidatos afines al entonces gobierno de la UNE. En 2014, se develó todo el mecanismo de incidencia paralela, de Roberto López Villatoro, para influir sobre la actuación de los comisionados y la integración de los listados de candidatos. Y recién nos enteramos, por confesión de Manuel Baldizón, que la elección final de la CSJ en 2014 fue producto de un acuerdo entre Baldetti, Sinibaldi y Baldizón, con el auspicio de Gustavo Herrera, y bajo promesa de lealtad de los jueces hacia sus electores.

El diseño original, que aspiraba a que las universidades y el Colegio de Abogados sirvieran de tamiz previo a la designación política del Congreso, hoy resulta disfuncional. Se generó el incentivo perverso para que grupos políticos y de interés buscaran tomar control de la academia, ya sea mediante proliferación de universidades de cartón o mediante intrigas políticas internas para designar a los decanos que se sentarán en las postuladoras. Mientras que las elecciones de autoridades y representantes ante postuladoras por el Colegio de Abogados, se convirtieron en un “micro-cosmos” de las elecciones nacionales (opacidad en el financiamiento, clientelismo, acarreo de votos, etc.).

La guinda al pastel es un modelo en el que el Congreso constituye el elector final de todos los magistrados de apelaciones. Sí, todos los jueces que conocen en segunda instancia todos los procesos judiciales no son designados por un proceso de carrera que invite a la meritocracia, sino por un proceso eminentemente político. De ahí no nos extrañemos que la justicia se politice.

Bajo ese contexto, es momento de reconocer que el sistema de comisiones de postulación ha caducado. Y que toca repensar el diseño institucional del sector justicia. Una reforma constitucional que reduzca la politización de la elección de autoridades judiciales, y que apueste por un sistema de carrera resulta urgente a la luz de la experiencia de esta última década.

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