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A Congress whose results speak for themselves
30
Director del Área Política de Fundación Libertad y Desarrollo. Licenciado en Ciencia Política, catedrático y analista político en el programa Sin Filtro de Guatevisión.
07 Dic 2020

En los meses posteriores a la peor crisis económica de las últimas tres décadas, los resultados del Congreso hablan por sí solos: 3 decretos legislativos, dos de ellos prórrogas de Estados de Calamidad, y el último, un Presupuesto que reactivó el rechazo ciudadano.

 

A principios de agosto pasado, Guatemala enfrentaba el quinto mes de la pandemia. Estaba vigente el toque de queda a las 9:00 pm; y salvo algunos sectores particulares, el proceso de reapertura había iniciado con la publicación del tablero de alertas sanitarias o “semáforo” por parte de la Coprecovid.

Para entonces, la devastación económica ya era de conocimiento popular. El Ministerio de Economía reportaba más de 170,000 trabajadores cuyos contratos habían sido suspendidos. El número de afiliados al seguro social presentaba una caída de más de 50,000 trabajadores menos en comparación con 2019. Los análisis macroeconómicos nos revelaban como el IMAE había caído entre 8 y 10% en el segundo trimestre 2019; mientras la recaudación tributaria había caído a niveles históricos en mayo y junio.

La conclusión era sencilla de extraer: la economía guatemalteca había sufrido significativamente por culpa de la pandemia y las medidas de contención sanitaria.

Las voces más agudas señalaban que el fenómeno económico escondía realidades más preocupantes: el incremento en el desempleo traería consigo un aumento en los niveles de pobreza urbana. La contracción económica afectaría a sectores vulnerables y el porcentaje de pobreza en el país habría de aumentar.

El llamado a la acción era claro. Las políticas de apertura y retorno a la normalidad debían facilitar la reactivación del sector privado. Pero como cualquier sociedad luego de un desastre, se necesitarían acciones extraordinarias para generar condiciones propicias para una rápida reactivación.

Gobierno, CACIF y tanques de pensamiento presentaron sus propuestas ideas para acelerar la reactivación. En caso todas las propuestas, había un elemento en común: la necesidad de impulsar una agenda legislativa que favoreciera medidas tendientes a la reactivación.

El Congreso empezaba el segundo período ordinario de sesiones, y con una mayoría que en el papel era afín al oficialismo, todo parecía indicar que la “agenda económica” habría de caminar.

La Ley de Leasing, la reforma a la Ley de Zonas Francas, la regulación del empleo a tiempo parcial, la ratificación de la Alianza Público-Privado para la Carretera a Puerto Quetzal, o la Ley de Tasa de Interés para facilitar el acceso a vivienda aparecían al frente de la lista. Medidas, todas, que contribuirían a estimular la inversión privada, a flexibilizar el mercado laboral o a hacer más competitivo a Guatemala.

Sin embargo, los meses pasaron y el Congreso quedó a deber. Atorado en discusiones anodinas o utilizando la justificación que no se quería elegir cortes, la legislatura pasó cuatro meses sin generar mayores resultados. Eso sí, el día que hubo que aprobar el Presupuesto 2021, los diputados alcanzaron consensos y suficientes votos para aprobar el paquete de urgencia nacional.

En los meses posteriores a la peor crisis económica de las últimas tres décadas, los resultados del Congreso hablan por sí solos: 3 decretos legislativos, dos de ellos prórrogas de Estados de Calamidad, y el último, un Presupuesto que reactivó el rechazo ciudadano.

Un Congreso cuyos resultados hablan por sí solos
30
Director del Área Política de Fundación Libertad y Desarrollo. Licenciado en Ciencia Política, catedrático y analista político en el programa Sin Filtro de Guatevisión.
07 Dic 2020

En los meses posteriores a la peor crisis económica de las últimas tres décadas, los resultados del Congreso hablan por sí solos: 3 decretos legislativos, dos de ellos prórrogas de Estados de Calamidad, y el último, un Presupuesto que reactivó el rechazo ciudadano.

 

A principios de agosto pasado, Guatemala enfrentaba el quinto mes de la pandemia. Estaba vigente el toque de queda a las 9:00 pm; y salvo algunos sectores particulares, el proceso de reapertura había iniciado con la publicación del tablero de alertas sanitarias o “semáforo” por parte de la Coprecovid.

Para entonces, la devastación económica ya era de conocimiento popular. El Ministerio de Economía reportaba más de 170,000 trabajadores cuyos contratos habían sido suspendidos. El número de afiliados al seguro social presentaba una caída de más de 50,000 trabajadores menos en comparación con 2019. Los análisis macroeconómicos nos revelaban como el IMAE había caído entre 8 y 10% en el segundo trimestre 2019; mientras la recaudación tributaria había caído a niveles históricos en mayo y junio.

La conclusión era sencilla de extraer: la economía guatemalteca había sufrido significativamente por culpa de la pandemia y las medidas de contención sanitaria.

Las voces más agudas señalaban que el fenómeno económico escondía realidades más preocupantes: el incremento en el desempleo traería consigo un aumento en los niveles de pobreza urbana. La contracción económica afectaría a sectores vulnerables y el porcentaje de pobreza en el país habría de aumentar.

El llamado a la acción era claro. Las políticas de apertura y retorno a la normalidad debían facilitar la reactivación del sector privado. Pero como cualquier sociedad luego de un desastre, se necesitarían acciones extraordinarias para generar condiciones propicias para una rápida reactivación.

Gobierno, CACIF y tanques de pensamiento presentaron sus propuestas ideas para acelerar la reactivación. En caso todas las propuestas, había un elemento en común: la necesidad de impulsar una agenda legislativa que favoreciera medidas tendientes a la reactivación.

El Congreso empezaba el segundo período ordinario de sesiones, y con una mayoría que en el papel era afín al oficialismo, todo parecía indicar que la “agenda económica” habría de caminar.

La Ley de Leasing, la reforma a la Ley de Zonas Francas, la regulación del empleo a tiempo parcial, la ratificación de la Alianza Público-Privado para la Carretera a Puerto Quetzal, o la Ley de Tasa de Interés para facilitar el acceso a vivienda aparecían al frente de la lista. Medidas, todas, que contribuirían a estimular la inversión privada, a flexibilizar el mercado laboral o a hacer más competitivo a Guatemala.

Sin embargo, los meses pasaron y el Congreso quedó a deber. Atorado en discusiones anodinas o utilizando la justificación que no se quería elegir cortes, la legislatura pasó cuatro meses sin generar mayores resultados. Eso sí, el día que hubo que aprobar el Presupuesto 2021, los diputados alcanzaron consensos y suficientes votos para aprobar el paquete de urgencia nacional.

En los meses posteriores a la peor crisis económica de las últimas tres décadas, los resultados del Congreso hablan por sí solos: 3 decretos legislativos, dos de ellos prórrogas de Estados de Calamidad, y el último, un Presupuesto que reactivó el rechazo ciudadano.

National Constituent Assembly? No. Specific reforms? Yes
28
Edgar Ortiz es el Director del Área Jurídica en Fundación Libertad y Desarrollo, es catedrático universitario y participa como analista político en diferentes medios de comunicación. 
04 Dic 2020

Cierre los ojos, imagine a diputados actuales al Congreso que tanto malestar le generan. Imagine que diputados de similares características redactarían artículos de su Constitución.  Enfoquémonos en cambios concretos y optemos por hacer los cambios puntuales que nuestra Constitución necesita para avanzar.

 

El descontento ciudadano se ha hecho escuchar en estas últimas semanas. La forma oscura en que se aprobó un presupuesto deficitario y opaco fueron el detonante de algunas manifestaciones.

Las consignas de las manifestaciones son diversas, pero hay una que merece especial atención: la petición de convocar a una Asamblea Nacional Constituyente. Para muchas personas la consigna tiene sentido, pero vale la pena detenerse un momento a reflexionar qué implicaciones tiene tal petición.

Permítaseme abordar el tema en un lenguaje menos técnico del que acostumbramos a utilizar los abogados para que el público general comprenda mejor el asunto (bajo el inevitable riesgo de perder precisión y rigor). La Constitución se puede modificar. Sin embargo, cambiarla requiere de un proceso más complejo del que es habitual para modificar una ley ordinaria como la ley del presupuesto o el Código Penal.

Nuestra Constitución prevé dos mecanismos para su modificación. El primero, la Asamblea Nacional Constituyente como mecanismo para cambiar lo relativo a los derechos individuales. Es decir, la constituyente podrá modificar cuestiones relacionadas con el derecho a la vida, a la propiedad privada, a la libertad de expresión, a la libre locomoción, entre otros.

¿Es eso lo que necesitamos? Claramente no. Los derechos individuales reconocidos en la Constitución son fruto de los consensos del momento y ese apartado tiene avances importantes como el reconocimiento de que los tratados sobre derechos humanos prevalecen sobre el derecho interno. El problema real es que no existe un aparato institucional que garantice esos derechos. Eso nos lleva al segundo mecanismo para reformar la Constitución.

Pero además hay un aspecto práctico que es vital. ¿Cómo se elige a la constituyente? Al final del día la constituyente es un cuerpo legislativo muy parecido al Congreso de la República con la gran diferencia que técnicamente se reúne exclusivamente para reformar los puntos que se acordaron someter a reforma en el decreto de convocatoria a la misma. (Es el Congreso quien debe convocar a la constituyente por mayoría de 2/3 de votos)

Los diputados constituyentes se elegirían de la misma forma como elegimos a los diputados al Congreso de la República. (Si no recuerda cómo se eligen acá les dejo un artículo donde lo explico y acá un video). Eso quiere decir que saldríamos a votar por candidatos a diputados constituyentes postulados por los partidos que ya tienen mayoría en el Congreso y precisamente quienes generan el rechazo ciudadano. A decir, partidos como TODOS de Felipe Alejos, UCN de Mario Estrada (en prisión en EE.UU.), FCN, etc.

Ahora bien, no todo son malas noticias. El segundo mecanismo para reformar la Constitución nos permite reformar los artículos relacionados con el funcionamiento del Estado. Y ese procedimiento consiste en reformas a la Constitución hechas por una mayoría calificada en el Congreso (2/3 del total de diputados) y con una posterior ratificación en una consulta popular donde se preguntará a los ciudadanos guatemaltecos si aceptan o no los cambios a la Constitución.

¿Qué cambios concretos se deben hacer? Es impostergable una reforma al sistema de justicia que cambie ciertos aspectos que generan malos incentivos tales como el periodo de duración de los jueces, la renovación total y cada 5 años de las altas cortes, las comisiones de postulación, etc. También cambios relacionados a las bases del sistema de distritos electorales para elegir diputados para permitir fórmulas electorales más representativas.

Estas reformas no son suficientes. Debe haber otros cambios a nivel de leyes ordinarias. Pero si nos enfocamos en exigir a los diputados reformas concretas será más fácil que consigamos nuestro objetivo.

Una constituyente, primero, tiene capacidad limitada de hacer modificaciones y no tiene potestades (al menos sin poner fin a la actual Constitución) de redactar una nueva Constitución. Y aunque esto fuera posible, no cabe duda de que es el peor momento político para algo así. Tampoco cabe duda de que no hay peor idea que ceder a los actuales “partidos políticos” dominantes semejante tarea.

Cierre los ojos, imagine a diputados actuales al Congreso que tanto malestar le generan. Imagine que diputados de similares características redactarían artículos de su Constitución.  Enfoquémonos en cambios concretos y optemos por hacer los cambios puntuales que nuestra Constitución necesita para avanzar.

 

¿Asamblea Nacional Constituyente? No. ¿Reformas concretas? Sí
28
Edgar Ortiz es el Director del Área Jurídica en Fundación Libertad y Desarrollo, es catedrático universitario y participa como analista político en diferentes medios de comunicación. 
04 Dic 2020

Cierre los ojos, imagine a diputados actuales al Congreso que tanto malestar le generan. Imagine que diputados de similares características redactarían artículos de su Constitución.  Enfoquémonos en cambios concretos y optemos por hacer los cambios puntuales que nuestra Constitución necesita para avanzar.

 

El descontento ciudadano se ha hecho escuchar en estas últimas semanas. La forma oscura en que se aprobó un presupuesto deficitario y opaco fueron el detonante de algunas manifestaciones.

Las consignas de las manifestaciones son diversas, pero hay una que merece especial atención: la petición de convocar a una Asamblea Nacional Constituyente. Para muchas personas la consigna tiene sentido, pero vale la pena detenerse un momento a reflexionar qué implicaciones tiene tal petición.

Permítaseme abordar el tema en un lenguaje menos técnico del que acostumbramos a utilizar los abogados para que el público general comprenda mejor el asunto (bajo el inevitable riesgo de perder precisión y rigor). La Constitución se puede modificar. Sin embargo, cambiarla requiere de un proceso más complejo del que es habitual para modificar una ley ordinaria como la ley del presupuesto o el Código Penal.

Nuestra Constitución prevé dos mecanismos para su modificación. El primero, la Asamblea Nacional Constituyente como mecanismo para cambiar lo relativo a los derechos individuales. Es decir, la constituyente podrá modificar cuestiones relacionadas con el derecho a la vida, a la propiedad privada, a la libertad de expresión, a la libre locomoción, entre otros.

¿Es eso lo que necesitamos? Claramente no. Los derechos individuales reconocidos en la Constitución son fruto de los consensos del momento y ese apartado tiene avances importantes como el reconocimiento de que los tratados sobre derechos humanos prevalecen sobre el derecho interno. El problema real es que no existe un aparato institucional que garantice esos derechos. Eso nos lleva al segundo mecanismo para reformar la Constitución.

Pero además hay un aspecto práctico que es vital. ¿Cómo se elige a la constituyente? Al final del día la constituyente es un cuerpo legislativo muy parecido al Congreso de la República con la gran diferencia que técnicamente se reúne exclusivamente para reformar los puntos que se acordaron someter a reforma en el decreto de convocatoria a la misma. (Es el Congreso quien debe convocar a la constituyente por mayoría de 2/3 de votos)

Los diputados constituyentes se elegirían de la misma forma como elegimos a los diputados al Congreso de la República. (Si no recuerda cómo se eligen acá les dejo un artículo donde lo explico y acá un video). Eso quiere decir que saldríamos a votar por candidatos a diputados constituyentes postulados por los partidos que ya tienen mayoría en el Congreso y precisamente quienes generan el rechazo ciudadano. A decir, partidos como TODOS de Felipe Alejos, UCN de Mario Estrada (en prisión en EE.UU.), FCN, etc.

Ahora bien, no todo son malas noticias. El segundo mecanismo para reformar la Constitución nos permite reformar los artículos relacionados con el funcionamiento del Estado. Y ese procedimiento consiste en reformas a la Constitución hechas por una mayoría calificada en el Congreso (2/3 del total de diputados) y con una posterior ratificación en una consulta popular donde se preguntará a los ciudadanos guatemaltecos si aceptan o no los cambios a la Constitución.

¿Qué cambios concretos se deben hacer? Es impostergable una reforma al sistema de justicia que cambie ciertos aspectos que generan malos incentivos tales como el periodo de duración de los jueces, la renovación total y cada 5 años de las altas cortes, las comisiones de postulación, etc. También cambios relacionados a las bases del sistema de distritos electorales para elegir diputados para permitir fórmulas electorales más representativas.

Estas reformas no son suficientes. Debe haber otros cambios a nivel de leyes ordinarias. Pero si nos enfocamos en exigir a los diputados reformas concretas será más fácil que consigamos nuestro objetivo.

Una constituyente, primero, tiene capacidad limitada de hacer modificaciones y no tiene potestades (al menos sin poner fin a la actual Constitución) de redactar una nueva Constitución. Y aunque esto fuera posible, no cabe duda de que es el peor momento político para algo así. Tampoco cabe duda de que no hay peor idea que ceder a los actuales “partidos políticos” dominantes semejante tarea.

Cierre los ojos, imagine a diputados actuales al Congreso que tanto malestar le generan. Imagine que diputados de similares características redactarían artículos de su Constitución.  Enfoquémonos en cambios concretos y optemos por hacer los cambios puntuales que nuestra Constitución necesita para avanzar.

 

An explosive cocktail
30
Director del Área Política de Fundación Libertad y Desarrollo. Licenciado en Ciencia Política, catedrático y analista político en el programa Sin Filtro de Guatevisión.
01 Dic 2020

Aunque se resuelva la causal inmediata de la crisis y se archive el Presupuesto 2021, los ingredientes del coctel siguen ahí. Un coctel que estallará vía movilización social o que resultará propicio para que el populismo lo explote en 2023. La solución es impulsar una agenda de reformas que dé salida a la presión social. Sin ello, Guatemala camina cual sonámbulo rumbo al precipicio.

 

El descontento con el sistema político ha estado ahí, desde hace mucho tiempo. Encontrar los orígenes es difícil; casi tanto como acordarse de cómo empieza un sueño. Quizá todo arrancó cuando la corrupción empezó a afectar directamente al ciudadano. Pudo ser entre 2013 y 2014, cuando la corrupción en el Programa de Extensión de Cobertura o la compra sobrevalorada de medicamentos llevó al colapso del sistema de salud pública. O entre 2014 y 2015, cuando empezó a sentirse el colapso de la infraestructura vial, como consecuencia de la corrupción crónica que durante décadas caracterizó al MICIVI.  

Cuando en 2015 MP y CICIG evidenciaron la podredumbre del sistema, se confirmó una realidad a sotto voce. Un sistema donde el que paga campañas multiplica su inversión vía negocios con el Estado. Donde la obra gris, la salud, las aduanas, los servicios públicos son las joyas de la corona. Donde la contratación de personal es foco de saqueos. Y donde la justicia es la guinda que corona con impunidad la corrupción. 

El efecto directo de la corrupción y los obscenos niveles de riqueza acumulados por los Baldettis y Baldizones, hizo despertar a una ciudadanía adormecida. Miles salieron a las calles y así nació la plaza. Una plaza esperanzada en que la justicia le llegaría al corrupto y que los cambios estaban por llegar.

Sin embargo, la esperanza poco a poco languideció. Jimmy Morales, el outsider que debía representar la alternativa a la vieja política, se convirtió en el principal operador del sistema. Los últimos dos Congresos, con renovaciones de más de la mitad de sus integrantes, evidenciaron que el problema no son las personas, sino el sistema. La realidad mitológica de hidra echa política en Guatemala: un monstruo al que se le corta la cabeza, sólo para que se le regeneren dos más.

Si bien el despertar ciudadano también decayó como consecuencia de la aparición de los viejos fantasmas de las “derechas e izquierdas”, la decapitación de la lucha contra la corrupción ahogó una de las pocas válvulas de escape de esa olla de presión, que es el rechazo social al sistema político.

La señal de alerta se hizo sentir en junio 2019, cuando el Movimiento de Liberación de los Pueblos alcanzó 10% de votos. En un país donde la izquierda nunca había obtenido más de 3%, ese resultado reflejaba que el discurso “anti-sistema” ganaba terreno. Y no, el caudal del MLP no provino de las zonas donde opera CODECA, sino de territorios rur-urbanos a lo largo del eje de la Carretera Interamericana.

El 2020 trajo un ingrediente nuevo. El descontento económico y social. La pandemia Covid-19 trajo consigo la peor crisis económica de las últimas cuatro décadas. Más de 170,000 trabajadores suspendidos; otros 70,000 perdieron sus empleos. Un estimado de 25% de la población perdió parte de sus ingresos, y con ello, decayó su nivel de vida. A diferencia de la pobreza tradicional, que se concentra particularmente en áreas rurales, la crisis económica de Covid-19 afectó con severidad a las clases medias urbanas.

La mecha que encendió el fuego provino de un suceso insospechado. La aprobación del Presupuesto 2021. Extraño la verdad, dado que la discusión presupuestaria es compleja y pasa relativamente desapercibida. El carácter atípico de este fosforazo hace pensar que el evento particular fue lo de menos. Los ingredientes de la crisis ya se habían cocinado, y el Presupuesto fue la excusa que hizo estallar el descontento social.

De ser así, la perspectiva es compleja. Aunque se resuelva la causal inmediata de la crisis y se archive el Presupuesto 2021, los ingredientes del coctel siguen ahí. Un coctel que estallará vía movilización social o que resultará propicio para que el populismo lo explote en 2023. La solución es impulsar una agenda de reformas que dé salida a la presión social. Sin ello, Guatemala camina cual sonámbulo rumbo al precipicio.

Un coctel explosivo
30
Director del Área Política de Fundación Libertad y Desarrollo. Licenciado en Ciencia Política, catedrático y analista político en el programa Sin Filtro de Guatevisión.
01 Dic 2020

Aunque se resuelva la causal inmediata de la crisis y se archive el Presupuesto 2021, los ingredientes del coctel siguen ahí. Un coctel que estallará vía movilización social o que resultará propicio para que el populismo lo explote en 2023. La solución es impulsar una agenda de reformas que dé salida a la presión social. Sin ello, Guatemala camina cual sonámbulo rumbo al precipicio.

 

El descontento con el sistema político ha estado ahí, desde hace mucho tiempo. Encontrar los orígenes es difícil; casi tanto como acordarse de cómo empieza un sueño. Quizá todo arrancó cuando la corrupción empezó a afectar directamente al ciudadano. Pudo ser entre 2013 y 2014, cuando la corrupción en el Programa de Extensión de Cobertura o la compra sobrevalorada de medicamentos llevó al colapso del sistema de salud pública. O entre 2014 y 2015, cuando empezó a sentirse el colapso de la infraestructura vial, como consecuencia de la corrupción crónica que durante décadas caracterizó al MICIVI.  

Cuando en 2015 MP y CICIG evidenciaron la podredumbre del sistema, se confirmó una realidad a sotto voce. Un sistema donde el que paga campañas multiplica su inversión vía negocios con el Estado. Donde la obra gris, la salud, las aduanas, los servicios públicos son las joyas de la corona. Donde la contratación de personal es foco de saqueos. Y donde la justicia es la guinda que corona con impunidad la corrupción. 

El efecto directo de la corrupción y los obscenos niveles de riqueza acumulados por los Baldettis y Baldizones, hizo despertar a una ciudadanía adormecida. Miles salieron a las calles y así nació la plaza. Una plaza esperanzada en que la justicia le llegaría al corrupto y que los cambios estaban por llegar.

Sin embargo, la esperanza poco a poco languideció. Jimmy Morales, el outsider que debía representar la alternativa a la vieja política, se convirtió en el principal operador del sistema. Los últimos dos Congresos, con renovaciones de más de la mitad de sus integrantes, evidenciaron que el problema no son las personas, sino el sistema. La realidad mitológica de hidra echa política en Guatemala: un monstruo al que se le corta la cabeza, sólo para que se le regeneren dos más.

Si bien el despertar ciudadano también decayó como consecuencia de la aparición de los viejos fantasmas de las “derechas e izquierdas”, la decapitación de la lucha contra la corrupción ahogó una de las pocas válvulas de escape de esa olla de presión, que es el rechazo social al sistema político.

La señal de alerta se hizo sentir en junio 2019, cuando el Movimiento de Liberación de los Pueblos alcanzó 10% de votos. En un país donde la izquierda nunca había obtenido más de 3%, ese resultado reflejaba que el discurso “anti-sistema” ganaba terreno. Y no, el caudal del MLP no provino de las zonas donde opera CODECA, sino de territorios rur-urbanos a lo largo del eje de la Carretera Interamericana.

El 2020 trajo un ingrediente nuevo. El descontento económico y social. La pandemia Covid-19 trajo consigo la peor crisis económica de las últimas cuatro décadas. Más de 170,000 trabajadores suspendidos; otros 70,000 perdieron sus empleos. Un estimado de 25% de la población perdió parte de sus ingresos, y con ello, decayó su nivel de vida. A diferencia de la pobreza tradicional, que se concentra particularmente en áreas rurales, la crisis económica de Covid-19 afectó con severidad a las clases medias urbanas.

La mecha que encendió el fuego provino de un suceso insospechado. La aprobación del Presupuesto 2021. Extraño la verdad, dado que la discusión presupuestaria es compleja y pasa relativamente desapercibida. El carácter atípico de este fosforazo hace pensar que el evento particular fue lo de menos. Los ingredientes de la crisis ya se habían cocinado, y el Presupuesto fue la excusa que hizo estallar el descontento social.

De ser así, la perspectiva es compleja. Aunque se resuelva la causal inmediata de la crisis y se archive el Presupuesto 2021, los ingredientes del coctel siguen ahí. Un coctel que estallará vía movilización social o que resultará propicio para que el populismo lo explote en 2023. La solución es impulsar una agenda de reformas que dé salida a la presión social. Sin ello, Guatemala camina cual sonámbulo rumbo al precipicio.

The origin of revolutions
113
Directora del área de Estudios Latinoamericanos de la Fundación Libertad y Desarrollo. Es licenciada en Historia egresada de la Universidad Central de Venezuela.
26 Nov 2020

A lo largo de la historia contemporánea, las revoluciones han sido el resultado de sociedades inmovilistas, que se resisten al cambio, que no leen el espíritu de los tiempos, que ignoran los síntomas de desgaste social y que son incapaces de encausar las demandas de la población porque cierto estado de cosas les favorece.

 

Las revoluciones violentas e irreversibles, brotan en aquellas sociedades que piensan que las reformas políticas concedidas bajo la presión popular serán interpretadas como una señal de debilidad y que —aprovechadas por los radicales— contribuirán a profundizar el deterioro de la autoridad del Estado.

Por ejemplo, hacia el siglo XVII, los “parlamentos”[1] franceses sirvieron de contrapeso al poder monárquico de los borbones y entre sus funciones se hallaba la capacidad de “amonestar” los decretos del rey y no registrarlos, lo cual funcionaba como una suerte de “veto”. En medio de la guerra civil en Inglaterra, el Parlamento de París comenzaría a emitir las mismas ideas del parlamentarismo inglés, al expresar su rechazo a los crecientes poderes de la monarquía. Ante este conflicto, el joven rey Luis XIV tuvo que refugiarse momentáneamente fuera de la ciudad y como consecuencia, durante su largo y poderoso reinado absolutista, los parlamentos perdieron sus derechos. A la muerte del Rey Sol, los parlamentos volvieron a unirse para limitar las prerrogativas reales, lo que condujo a que el Parlamento de París tuviera que exiliarse varias veces en las segunda mitad del siglo XVIII. Finalmente, el punto de ebullición serían los problemas financieros que atravesó el reinado de Luis XVI. La corona intentó hacer frente a las deudas a través de medidas aún más represivas a las que las Cortes soberanas se opusieron, generando una crisis profunda que obligó finalmente a Luis XVI a convocar a los Estado Generales en 1789, que iniciarían la Revolución y pondrían fin a la monarquía y terminarían desatando una violencia y un terror sin precedentes.

También, hacia finales del siglo XIX, la Rusia zarista se hallaba paralizada por el letargo social y una atmósfera conservadora renuente a la innovación, además con una derrota moral humillante por la Guerra de Crimea que ganaron los Otomanos. Ante esta crisis, comenzaría un período reformista y modernizador liderado por el zar Alejandro II. Estas reformas hallaron una oposición férrea por parte de la élite dominante, que las terminaría revirtiendo después de su asesinato por un grupo revolucionario extremista en 1881. Este suceso sería en adelante la excusa perfecta de la burocracia zarista para evitar aquello que temían más: la participación de la sociedad en la toma de decisiones y de allí que el sucesor, Alejandro III, no entregara más concesiones sino que endureciera las medidas de represión. En ese esquema agonizante entra Rusia al siglo XX, y de nuevo el zar Nicolás II, ignorando y escondiendo bajo la alfombra las claras señales de declive del sistema y de malestar social, prefirió seguir concentrando el poder autocrático y unirse a la Gran Guerra europea y se rehusó a ceder poder político a la Duma Imperial (especie de parlamento o Asamblea consultiva). Cuando las presiones populares derivaron en violencia revolucionaria y terrorismo, fue forzado a renunciar y llegó, junto con su familia, a un violento final a manos de los bolcheviques.

Por lo general, la élite dominante reacciona cuando ya es muy tarde y la revolución es inminente. Después de la negación, la excesiva auto-confianza y la falta de visión para ceder cuotas y llegar a acuerdos y concertaciones con los reformistas (quienes todavía respetan las reglas del juego y desean operar dentro del marco existente para impulsar las transformaciones); le terminan sirviendo el camino a los revolucionarios, que siempre están al acecho y que quieren arrasarlo todo desde sus cimientos. El temor a los radicales se termina convirtiendo en profecía auto-cumplida.

 

 

 

[1] Se llamaban parlamentos o cortes soberanas, pero sus funciones no eran las de un parlamento moderno, por no haber distinción en ese momento entre los poderes ejecutivo, legislativo y judicial. Básicamente actuaban como Cortes de apelación final de las querellas que venían de las cortes menores y actuaban como una suerte de tribunales en los casos que involucraban a la nobleza.

El origen de las revoluciones
113
Directora del área de Estudios Latinoamericanos de la Fundación Libertad y Desarrollo. Es licenciada en Historia egresada de la Universidad Central de Venezuela.
26 Nov 2020

A lo largo de la historia contemporánea, las revoluciones han sido el resultado de sociedades inmovilistas, que se resisten al cambio, que no leen el espíritu de los tiempos, que ignoran los síntomas de desgaste social y que son incapaces de encausar las demandas de la población porque cierto estado de cosas les favorece.

 

Las revoluciones violentas e irreversibles, brotan en aquellas sociedades que piensan que las reformas políticas concedidas bajo la presión popular serán interpretadas como una señal de debilidad y que —aprovechadas por los radicales— contribuirán a profundizar el deterioro de la autoridad del Estado.

Por ejemplo, hacia el siglo XVII, los “parlamentos”[1] franceses sirvieron de contrapeso al poder monárquico de los borbones y entre sus funciones se hallaba la capacidad de “amonestar” los decretos del rey y no registrarlos, lo cual funcionaba como una suerte de “veto”. En medio de la guerra civil en Inglaterra, el Parlamento de París comenzaría a emitir las mismas ideas del parlamentarismo inglés, al expresar su rechazo a los crecientes poderes de la monarquía. Ante este conflicto, el joven rey Luis XIV tuvo que refugiarse momentáneamente fuera de la ciudad y como consecuencia, durante su largo y poderoso reinado absolutista, los parlamentos perdieron sus derechos. A la muerte del Rey Sol, los parlamentos volvieron a unirse para limitar las prerrogativas reales, lo que condujo a que el Parlamento de París tuviera que exiliarse varias veces en las segunda mitad del siglo XVIII. Finalmente, el punto de ebullición serían los problemas financieros que atravesó el reinado de Luis XVI. La corona intentó hacer frente a las deudas a través de medidas aún más represivas a las que las Cortes soberanas se opusieron, generando una crisis profunda que obligó finalmente a Luis XVI a convocar a los Estado Generales en 1789, que iniciarían la Revolución y pondrían fin a la monarquía y terminarían desatando una violencia y un terror sin precedentes.

También, hacia finales del siglo XIX, la Rusia zarista se hallaba paralizada por el letargo social y una atmósfera conservadora renuente a la innovación, además con una derrota moral humillante por la Guerra de Crimea que ganaron los Otomanos. Ante esta crisis, comenzaría un período reformista y modernizador liderado por el zar Alejandro II. Estas reformas hallaron una oposición férrea por parte de la élite dominante, que las terminaría revirtiendo después de su asesinato por un grupo revolucionario extremista en 1881. Este suceso sería en adelante la excusa perfecta de la burocracia zarista para evitar aquello que temían más: la participación de la sociedad en la toma de decisiones y de allí que el sucesor, Alejandro III, no entregara más concesiones sino que endureciera las medidas de represión. En ese esquema agonizante entra Rusia al siglo XX, y de nuevo el zar Nicolás II, ignorando y escondiendo bajo la alfombra las claras señales de declive del sistema y de malestar social, prefirió seguir concentrando el poder autocrático y unirse a la Gran Guerra europea y se rehusó a ceder poder político a la Duma Imperial (especie de parlamento o Asamblea consultiva). Cuando las presiones populares derivaron en violencia revolucionaria y terrorismo, fue forzado a renunciar y llegó, junto con su familia, a un violento final a manos de los bolcheviques.

Por lo general, la élite dominante reacciona cuando ya es muy tarde y la revolución es inminente. Después de la negación, la excesiva auto-confianza y la falta de visión para ceder cuotas y llegar a acuerdos y concertaciones con los reformistas (quienes todavía respetan las reglas del juego y desean operar dentro del marco existente para impulsar las transformaciones); le terminan sirviendo el camino a los revolucionarios, que siempre están al acecho y que quieren arrasarlo todo desde sus cimientos. El temor a los radicales se termina convirtiendo en profecía auto-cumplida.

 

 

 

[1] Se llamaban parlamentos o cortes soberanas, pero sus funciones no eran las de un parlamento moderno, por no haber distinción en ese momento entre los poderes ejecutivo, legislativo y judicial. Básicamente actuaban como Cortes de apelación final de las querellas que venían de las cortes menores y actuaban como una suerte de tribunales en los casos que involucraban a la nobleza.

Keynesianism in a failed state
30
Director del Área Política de Fundación Libertad y Desarrollo. Licenciado en Ciencia Política, catedrático y analista político en el programa Sin Filtro de Guatevisión.
25 Nov 2020

Combatir la captura del Estado es la precondición a cualquier agenda económica o fiscal

 

Desde la toma de posesión, las bancadas que conforman la alianza mayoritaria en el Congreso se presentaron como los promotores del conservadurismo, de la derecha, de la vida y la familia, y de los valores antagónicos a lo que sea que ellos entienden como izquierda, socialismo o comunismo. La careta, cual mascara veneciana, resultaba funcional para participar en el jolgorio de la repartición de prebendas, privilegios, cuotas de poder y negocios que ocurre en el Congreso. Al fin y al cabo, actores relevantes de la sociedad política nacional y las mismas élites han enviado el mensaje que está bien ser corrupto, lavador de dinero o narcotraficante, siempre y cuando sea “de derecha”.

Sin embargo, en uno de esos giros de trama digno del mismo realismo mágico, esa alianza mayoritaria decidió tirar a la basura la tradición de prudencia fiscal que históricamente ha imperado en Guatemala, al aprobar un presupuesto inflado, desfinanciado y sin prioridades de gasto. La escena digna de macondo ha sido ver al Presidente del Congreso y a diputados insignia de esa alianza defender en medios el instrumento presupuestario. Una de las justificaciones es que Guatemala necesita ampliar el gasto público como mecanismo para generar reactivación luego de la crisis económica provocada por el Covid-19.

Vaya sorpresa. Después de meses de ser presentarse como baluartes de un supuesto conservadurismo, los muchachos ahora se volvieron keynesianos.

Quizá lo que ningún proponente de la economía keynesiana ha reflexionado es qué ocurre cuando se aplican esas recetas fiscales en un Estado fallido, donde las instituciones brillan por su ausencia, donde el sistema de justicia responde a intereses políticos y donde la corrupción es la moneda de cambio diaria.

La respuesta es sencilla: se magnifica la realidad de un sistema patrimonial extractivo.

El New Deal de Franklin Roosevelt, una política expansiva de gasto público luego de la Gran Depresión, permitió que Estados Unidos construyera obras de infraestructura, ferrocarriles, autopistas, la presa hoover, por mencionar algunas. En Guatemala, en lugar de presas Hoover tendríamos decenas de “libramientos de Chimaltenango” o monumentos a la corrupción. Las grandes obras de infraestructura servirían para atiborrar los bolsillos de ministros, diputados, alcaldes, o llenar nuevas “Tamaletas”.

De los últimos 5 Gobiernos, los Ministros de Comunicaciones del FRG (Luis Rabbé), UNE (Luis Alejos), Patriota (Alejandro Sinibaldi y Victor Corado) y del FCN (José Luis Benito) se encuentran detenidos, prófugos o pendientes de extradición por delitos de corrupción. ¿A ese sistema le quisiera usted entregar más recursos fiscales? ¿A ese sistema le quisiera usted encargar la tarea de reactivar la economía?

Ese es el problema de pensar en recetas de primer mundo sin antes resolver la problemática propia del Estado guatemalteco. Si antes no se hace un esfuerzo por depurar al Estado de las grandes estructuras de corrupción; si antes no se hace un esfuerzo por combatir las redes de captura criminal en los partidos políticos; o si antes no se reforma el sistema electoral, el sistema de justicia, el sistema burocrático y de gestión pública, cualquier política de ampliar el gasto público será como echar más agua en una cubeta agujerada. Sin combatir la captura del Estado, poco se puede hacer mediante una agenda económica.

 

Keynesianismo en un Estado fallido
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Director del Área Política de Fundación Libertad y Desarrollo. Licenciado en Ciencia Política, catedrático y analista político en el programa Sin Filtro de Guatevisión.
25 Nov 2020

Combatir la captura del Estado es la precondición a cualquier agenda económica o fiscal

 

Desde la toma de posesión, las bancadas que conforman la alianza mayoritaria en el Congreso se presentaron como los promotores del conservadurismo, de la derecha, de la vida y la familia, y de los valores antagónicos a lo que sea que ellos entienden como izquierda, socialismo o comunismo. La careta, cual mascara veneciana, resultaba funcional para participar en el jolgorio de la repartición de prebendas, privilegios, cuotas de poder y negocios que ocurre en el Congreso. Al fin y al cabo, actores relevantes de la sociedad política nacional y las mismas élites han enviado el mensaje que está bien ser corrupto, lavador de dinero o narcotraficante, siempre y cuando sea “de derecha”.

Sin embargo, en uno de esos giros de trama digno del mismo realismo mágico, esa alianza mayoritaria decidió tirar a la basura la tradición de prudencia fiscal que históricamente ha imperado en Guatemala, al aprobar un presupuesto inflado, desfinanciado y sin prioridades de gasto. La escena digna de macondo ha sido ver al Presidente del Congreso y a diputados insignia de esa alianza defender en medios el instrumento presupuestario. Una de las justificaciones es que Guatemala necesita ampliar el gasto público como mecanismo para generar reactivación luego de la crisis económica provocada por el Covid-19.

Vaya sorpresa. Después de meses de ser presentarse como baluartes de un supuesto conservadurismo, los muchachos ahora se volvieron keynesianos.

Quizá lo que ningún proponente de la economía keynesiana ha reflexionado es qué ocurre cuando se aplican esas recetas fiscales en un Estado fallido, donde las instituciones brillan por su ausencia, donde el sistema de justicia responde a intereses políticos y donde la corrupción es la moneda de cambio diaria.

La respuesta es sencilla: se magnifica la realidad de un sistema patrimonial extractivo.

El New Deal de Franklin Roosevelt, una política expansiva de gasto público luego de la Gran Depresión, permitió que Estados Unidos construyera obras de infraestructura, ferrocarriles, autopistas, la presa hoover, por mencionar algunas. En Guatemala, en lugar de presas Hoover tendríamos decenas de “libramientos de Chimaltenango” o monumentos a la corrupción. Las grandes obras de infraestructura servirían para atiborrar los bolsillos de ministros, diputados, alcaldes, o llenar nuevas “Tamaletas”.

De los últimos 5 Gobiernos, los Ministros de Comunicaciones del FRG (Luis Rabbé), UNE (Luis Alejos), Patriota (Alejandro Sinibaldi y Victor Corado) y del FCN (José Luis Benito) se encuentran detenidos, prófugos o pendientes de extradición por delitos de corrupción. ¿A ese sistema le quisiera usted entregar más recursos fiscales? ¿A ese sistema le quisiera usted encargar la tarea de reactivar la economía?

Ese es el problema de pensar en recetas de primer mundo sin antes resolver la problemática propia del Estado guatemalteco. Si antes no se hace un esfuerzo por depurar al Estado de las grandes estructuras de corrupción; si antes no se hace un esfuerzo por combatir las redes de captura criminal en los partidos políticos; o si antes no se reforma el sistema electoral, el sistema de justicia, el sistema burocrático y de gestión pública, cualquier política de ampliar el gasto público será como echar más agua en una cubeta agujerada. Sin combatir la captura del Estado, poco se puede hacer mediante una agenda económica.