Blog

Se consolida un nuevo bloque político en América Latina
113
Directora del área de Estudios Latinoamericanos de la Fundación Libertad y Desarrollo. Es licenciada en Historia egresada de la Universidad Central de Venezuela.
20 Sep 2021

En una entrega anterior hablamos sobre el “viraje” que están dando muchos países latinoamericanos en su política exterior en los últimos meses. Este nuevo esquema emergente pareciera colocar un acento excesivo en el tema de la soberanía y abandonar los imperativos de democracia, de economías abiertas y de respeto a los Derechos Humanos, cuyo espíritu fue la inspiración del consenso democrático de otros tiempos en los que la región aspiraba articularse al mundo de la post-Guerra Fría.

El pasado sábado 18 de septiembre en Ciudad de México, y en medio de la celebración de la VI Cumbre de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC), el presidente de esa nación, Andrés Manuel López Obrador, congregó a los demás presidentes de la región latinoamericana en un acto que también se hallaba en el marco de una fecha patria mexicana, como lo son los 211 año del “Grito de Dolores”, que inició la independencia de México frente a España.

El eje central de la reunión giró en torno a los ataques contra la Organización de los Estados Americanos (OEA), y a la presencia de las polémicas figuras de los dictadores Miguel Díaz-Canel y Nicolás Maduro como personalidades centrales de la celebración. En una acción que se aleja muchísimo y sobrepasa en cantidades a la conocida política mexicana de “no intervención” a otros países de la región, AMLO le otorgó a Díaz-Canel el discurso de orden en el Palacio Nacional frente al Ejército en donde el tirano castrista vertió toda su acostumbrada perorata anti-imperialista. Esta invitación, además de la cobertura de prensa oficial que se le dio y las declaraciones de funcionarios del partido de gobierno, reflejan que la afinidad de AMLO por el bloque regional castro-chavista va más allá de lo diplomático y de la realpolitik, y se sitúa más bien en una afinidad ideológica y de principios.

El único momento luminoso y memorable de la jornada ha sido la elocuente intervención del presidente uruguayo Luis Lacalle Pou, quien sin ambages denunció las graves violaciones a los Derechos Humanos que existen en Cuba, Nicaragua y Venezuela y quien hasta se atrevió a recitar unas estrofas de la canción “Patria y Vida” en un acto de gallardía que pocos líderes (que, aunque se dicen de “derecha”) se atrevieron a acompañar.

La polarización en la CELAC no es extraña pues desde el acto fundacional[1] de este organismo en 2010 se evidenciaron fuertes tensiones entre presidentes y modelos políticos. Recordemos que en aquella primera cumbre hace una década ocurrió la famosa pelea entre Álvaro Uribe y Hugo Chávez en donde se intercambiaron toda clase de improperios tanto a vox populi como a puerta cerrada.

Aguardaremos con atención los resultados de este viraje geopolítico, pero todo pareciera indicar que se quedará en declaraciones románticas, victimistas y soberanistas y no realmente en un esquema de integración efectivo, puesto que es evidente que los objetivos son totalmente ideológicos y no encaminados hacia la promoción de un verdadero desarrollo económico-tecnológico de la región latinoamericana.

 

 

 

 

[1] La CELAC es un organismo multilateral impulsado por los expresidentes latinoamericanos Hugo Chávez, Lula Da Silva, Evo Morales, Raúl Castro, Rafael Correa, Cristina Fernández, Michelle Bachelet, a partir de la XXI Reunión del Grupo de Río en 2010, para ser finalmente creada en 2011.

Transformation of wealth and political systems
30
Director del Área Política de Fundación Libertad y Desarrollo. Licenciado en Ciencia Política, catedrático y analista político en el programa Sin Filtro de Guatevisión.
20 Sep 2021

Las fuentes de riqueza cambian; la política también.

 

La modernidad, la globalización y la revolución de la información, aunado a la corrupción y el crimen organizado, han diversificado las fuentes de riqueza en Guatemala. Economistas, sociólogos y periodistas se refieren al “capital emergente” para aglutinar a aquellos sectores cuya fuente de acumulación es distinta a la del empresariado tradicional. Algunos, incluso, parten de esta dicotomía para analizar el conflicto político. Sin embargo, esta conceptualización dialéctica no considera los matices en cuanto al origen y proyección de los diferentes capitales coexistentes.

Por un lado, encontramos el capital tradicional, entendido como aquellos sectores dedicados a actividades económicas tradicionales en el agro, la industria, el comercio, las finanzas o la exportación. Su proyección ocurre a través de la institucionalidad gremial. 

Por otro lado, el capital emergente lícito aglutina a aquellos sectores cuya fuente de riqueza proviene de las nuevas oportunidades y formas de organización económica de fines del siglo XX e inicios del XXI. Aquí encontramos al cooperativismo y a los sectores de servicios, tecnología, o telecomunicaciones. Generalmente, aspiran a incidir por medio de instancias alternas a la gremialidad, y en los últimos años, han buscado ampliar sus mecanismos de incidencia política.

Desligado del anterior, encontramos a una tercera categoría: el capital clientelar que reúne a aquellos intereses entorno a la proveeduría del Estado, como medicamentos, construcción de obra pública, tercerización de servicios, etc. En un país donde el negocio más rentable es vender caro al Estado, dichos actores se esmeran en desarrollar relaciones directas con los partidos, convirtiendo así el financiamiento electoral en la inversión para acceder a la repartición del patrimonio público.

Finalmente, encontramos al capital proveniente del narco, el contrabando, la trata, el lavado y otros ilícitos. Su proyección es más sigilosa, pero bastante efectiva. Logra colar sus masivos recursos en campañas locales y nacionales. Su aspiración es bastante sencilla: esperar que el Estado se haga de la vista gorda frente a los ilícitos que afincan su riqueza.

Para las interpretaciones de carácter materialista, las relaciones económicas configuran el modelo de sociedad y el sistema político. Sin ánimo de caer en determinismos, el caso reciente de Guatemala es quizá el mejor ejemplo de ello.

En 2015, el Informe sobre el Financiamiento de la Política en Guatemala establecía una aproximación a las fuentes del financiamiento de campaña: 50% provenía de corrupción; 25% de recursos del crimen organizado, particularmente, narcotráfico; y tan sólo el último 25% provenía de empresarios tradicionales o de fuentes legítimas de financiamiento.

Si bien no se cuentan con datos de comparación, es intuitivo pensar que esta ponderación de fuentes de financiamiento es reciente. Por lo menos, hacia inicios del mileno, el financiamiento del narcotráfico y de la corrupción seguramente era mucho menor al de las fuentes privadas legítimas. Ese cambio ha venido de la mano con una involución del sistema político.

Por un lado, un incremento en los niveles de saqueo de lo público; en nuevas fuentes y formas de corrupción; y en el mantra de impunidad que beneficia a actores del capital clientelar y del ilícito.

Por otro lado, vemos también un cambio en la agenda política. Quizá nunca habíamos visto un nivel de tanta autonomía de los políticos respecto del capital tradicional o de los capitales emergentes legítimos, como se observa el día de hoy. Mientras la agenda legislativa de reactivación económica duerme el sueño de los justos, aquellas propuestas, iniciativas o leyes que faciliten la repartición de lo público, generan consensos. Ese cambio en el eje de intereses políticos y normativos parecen indicar que hay un proceso gradual de surgimiento y consolidación de una élite de poder autónoma: aquellos capitales emergentes, vinculados a la corrupción y al crimen.

Transformación de la riqueza y de los sistemas políticos
30
Director del Área Política de Fundación Libertad y Desarrollo. Licenciado en Ciencia Política, catedrático y analista político en el programa Sin Filtro de Guatevisión.
20 Sep 2021

Las fuentes de riqueza cambian; la política también.

 

La modernidad, la globalización y la revolución de la información, aunado a la corrupción y el crimen organizado, han diversificado las fuentes de riqueza en Guatemala. Economistas, sociólogos y periodistas se refieren al “capital emergente” para aglutinar a aquellos sectores cuya fuente de acumulación es distinta a la del empresariado tradicional. Algunos, incluso, parten de esta dicotomía para analizar el conflicto político. Sin embargo, esta conceptualización dialéctica no considera los matices en cuanto al origen y proyección de los diferentes capitales coexistentes.

Por un lado, encontramos el capital tradicional, entendido como aquellos sectores dedicados a actividades económicas tradicionales en el agro, la industria, el comercio, las finanzas o la exportación. Su proyección ocurre a través de la institucionalidad gremial. 

Por otro lado, el capital emergente lícito aglutina a aquellos sectores cuya fuente de riqueza proviene de las nuevas oportunidades y formas de organización económica de fines del siglo XX e inicios del XXI. Aquí encontramos al cooperativismo y a los sectores de servicios, tecnología, o telecomunicaciones. Generalmente, aspiran a incidir por medio de instancias alternas a la gremialidad, y en los últimos años, han buscado ampliar sus mecanismos de incidencia política.

Desligado del anterior, encontramos a una tercera categoría: el capital clientelar que reúne a aquellos intereses entorno a la proveeduría del Estado, como medicamentos, construcción de obra pública, tercerización de servicios, etc. En un país donde el negocio más rentable es vender caro al Estado, dichos actores se esmeran en desarrollar relaciones directas con los partidos, convirtiendo así el financiamiento electoral en la inversión para acceder a la repartición del patrimonio público.

Finalmente, encontramos al capital proveniente del narco, el contrabando, la trata, el lavado y otros ilícitos. Su proyección es más sigilosa, pero bastante efectiva. Logra colar sus masivos recursos en campañas locales y nacionales. Su aspiración es bastante sencilla: esperar que el Estado se haga de la vista gorda frente a los ilícitos que afincan su riqueza.

Para las interpretaciones de carácter materialista, las relaciones económicas configuran el modelo de sociedad y el sistema político. Sin ánimo de caer en determinismos, el caso reciente de Guatemala es quizá el mejor ejemplo de ello.

En 2015, el Informe sobre el Financiamiento de la Política en Guatemala establecía una aproximación a las fuentes del financiamiento de campaña: 50% provenía de corrupción; 25% de recursos del crimen organizado, particularmente, narcotráfico; y tan sólo el último 25% provenía de empresarios tradicionales o de fuentes legítimas de financiamiento.

Si bien no se cuentan con datos de comparación, es intuitivo pensar que esta ponderación de fuentes de financiamiento es reciente. Por lo menos, hacia inicios del mileno, el financiamiento del narcotráfico y de la corrupción seguramente era mucho menor al de las fuentes privadas legítimas. Ese cambio ha venido de la mano con una involución del sistema político.

Por un lado, un incremento en los niveles de saqueo de lo público; en nuevas fuentes y formas de corrupción; y en el mantra de impunidad que beneficia a actores del capital clientelar y del ilícito.

Por otro lado, vemos también un cambio en la agenda política. Quizá nunca habíamos visto un nivel de tanta autonomía de los políticos respecto del capital tradicional o de los capitales emergentes legítimos, como se observa el día de hoy. Mientras la agenda legislativa de reactivación económica duerme el sueño de los justos, aquellas propuestas, iniciativas o leyes que faciliten la repartición de lo público, generan consensos. Ese cambio en el eje de intereses políticos y normativos parecen indicar que hay un proceso gradual de surgimiento y consolidación de una élite de poder autónoma: aquellos capitales emergentes, vinculados a la corrupción y al crimen.

El legado del doctor García Laguardia
28
Edgar Ortiz es el Director del Área Jurídica en Fundación Libertad y Desarrollo, es catedrático universitario y participa como analista político en diferentes medios de comunicación. 
20 Sep 2021

La semana pasada falleció a sus 90 años el doctor Jorge Mario García Laguardia. Con su partida, Guatemala perdió a un auténtico jurista. Su obra debe ser lectura obligatoria para los guatemaltecos interesados en el estudio del derecho constitucional.

García Laguardia se licenció en Derecho en la USAC y tras la caída de Arbenz tuvo que salir al exilio. Se doctoró en Derecho Constitucional y Administrativo en la UNAM, universidad en la cual fue profesor. Publicó artículos en revistas académicas, fue autor de diversos capítulos de libros y fue autor de otros propios.

Sus estudios sobre la Constitución de Cádiz son notables. De lectura recomendada es su libro sobre la participación de Antonio Larrazábal en las Cortes de Cádiz, su capítulo titulado La Cortes de Cádiz y la Constitución de 1812. Un aporte americano en La Constitución de Cádiz y su influencia en América y su libro en coautoría con David Pantoja Morán titulado Tres documentos constitucionales en la América española preindependiente.

Vale la pena leer la Evolución del constitucionalismo social en Centroamérica y Panamá publicada en el Boletín Mexicano de Derecho Comparado y su libro sobre la Constitución y constituyentes del 45 en Guatemala. Y para entender la evolución del derecho constitucional guatemalteco vale la pena leer su Breve historia constitucional de Guatemala donde nos ofrece una síntesis desde la Constitución de Cádiz hasta la transición democrática y nuestra actual Constitución.

García Laguardia pudo volver a Guatemala tras la apertura democrática y ocupó cargos importantes. Fue designado por la Corte Suprema de Justicia como magistrado de la Corte de Constitucional en la magistratura 1991-1996. Fue magistrado cuando Serrano Elías intentó dar el autogolpe con la promulgación de las Normas Temporales de Gobierno.

Como magistrado de la Corte de Constitucionalidad fue parte del tribunal que decidió históricamente actuar de oficio y declarar inconstitucionales dichas normas (Expediente 225-93). Un episodio complejo que el propio García Laguardia relata en su texto Transición democrática y nuevo orden constitucional. La Constitución guatemalteca de 1985 en la que califica dicha resolución como “el caso más espectacular”. Dicho sea de paso, vale la pena también leer el relato que hace de este suceso el jurista Rodolfo Rohrmoser Valdeavellano en De cómo viví el Serranazo.

Posteriormente y tras ser designado presidente el hasta entonces procurador de derechos humanos, Ramiro de León Carpio, Jorge Mario García Laguardia dejó la Corte de Constitucionalidad para ocupar el cargo de ombudsman.

No soy el más calificado para hablar de la obra de García Laguardia y he mencionado apenas una fracción de su trabajo. Espero que sirva como motivación para quienes no han explorado su obra que, a mi juicio, no ha sido apreciada en su justa dimensión. Aunque él ya no estará entre nosotros, su obra es un legado valioso para los juristas jóvenes que anhelamos entender mejor este país y su historia.

El legado del doctor García Laguardia
28
Edgar Ortiz es el Director del Área Jurídica en Fundación Libertad y Desarrollo, es catedrático universitario y participa como analista político en diferentes medios de comunicación. 
20 Sep 2021

La semana pasada falleció a sus 90 años el doctor Jorge Mario García Laguardia. Con su partida, Guatemala perdió a un auténtico jurista. Su obra debe ser lectura obligatoria para los guatemaltecos interesados en el estudio del derecho constitucional.

García Laguardia se licenció en Derecho en la USAC y tras la caída de Arbenz tuvo que salir al exilio. Se doctoró en Derecho Constitucional y Administrativo en la UNAM, universidad en la cual fue profesor. Publicó artículos en revistas académicas, fue autor de diversos capítulos de libros y fue autor de otros propios.

Sus estudios sobre la Constitución de Cádiz son notables. De lectura recomendada es su libro sobre la participación de Antonio Larrazábal en las Cortes de Cádiz, su capítulo titulado La Cortes de Cádiz y la Constitución de 1812. Un aporte americano en La Constitución de Cádiz y su influencia en América y su libro en coautoría con David Pantoja Morán titulado Tres documentos constitucionales en la América española preindependiente.

Vale la pena leer la Evolución del constitucionalismo social en Centroamérica y Panamá publicada en el Boletín Mexicano de Derecho Comparado y su libro sobre la Constitución y constituyentes del 45 en Guatemala. Y para entender la evolución del derecho constitucional guatemalteco vale la pena leer su Breve historia constitucional de Guatemala donde nos ofrece una síntesis desde la Constitución de Cádiz hasta la transición democrática y nuestra actual Constitución.

García Laguardia pudo volver a Guatemala tras la apertura democrática y ocupó cargos importantes. Fue designado por la Corte Suprema de Justicia como magistrado de la Corte de Constitucional en la magistratura 1991-1996. Fue magistrado cuando Serrano Elías intentó dar el autogolpe con la promulgación de las Normas Temporales de Gobierno.

Como magistrado de la Corte de Constitucionalidad fue parte del tribunal que decidió históricamente actuar de oficio y declarar inconstitucionales dichas normas (Expediente 225-93). Un episodio complejo que el propio García Laguardia relata en su texto Transición democrática y nuevo orden constitucional. La Constitución guatemalteca de 1985 en la que califica dicha resolución como “el caso más espectacular”. Dicho sea de paso, vale la pena también leer el relato que hace de este suceso el jurista Rodolfo Rohrmoser Valdeavellano en De cómo viví el Serranazo.

Posteriormente y tras ser designado presidente el hasta entonces procurador de derechos humanos, Ramiro de León Carpio, Jorge Mario García Laguardia dejó la Corte de Constitucionalidad para ocupar el cargo de ombudsman.

No soy el más calificado para hablar de la obra de García Laguardia y he mencionado apenas una fracción de su trabajo. Espero que sirva como motivación para quienes no han explorado su obra que, a mi juicio, no ha sido apreciada en su justa dimensión. Aunque él ya no estará entre nosotros, su obra es un legado valioso para los juristas jóvenes que anhelamos entender mejor este país y su historia.

The Bicentennial and the presentism
113
Directora del área de Estudios Latinoamericanos de la Fundación Libertad y Desarrollo. Es licenciada en Historia egresada de la Universidad Central de Venezuela.
13 Sep 2021

El historiador italiano Benedetto Croce alguna vez afirmó que “Toda historia es historia contemporánea” y el gran filósofo español José Ortega y Gasset también llegó a decir que “un historiador es un profeta al revés”. Lo que estos importantes pensadores del siglo XX quisieron transmitir con estas frases es que muchos lectores y aficionados a la historia se acercan a esta disciplina principalmente para entender su presente y prospectar su futuro. De allí que casi siempre la historia se convierta en un género bestseller en aquellas sociedades que atraviesan grandes crisis y convulsiones.

De esa actitud no han escapado los centroamericanos a la hora de abordar su hito fundacional como república independiente, a 200 años de aquellos sucesos. Además de que la fecha se presta para que dentro del gremio de historiadores —e intelectuales interesados en la historia—, se debatan y contrapongan distintas visiones historiográficas sobre aquel suceso.

Una vez más, salen a relucir las discusiones sobre si la independencia centroamericana fue una acción pacata y conservadora donde privaron los intereses económicos de los criollos y del clero en lugar del pueblo. Mientras unos sostienen que esa ruptura del nexo colonial estuvo animada por los sublimes ideales ilustrados de la libertad; otros corifean que se trató de un acto de oportunismo y gatopardismo frente al desgaste del Imperio Español y la amenaza de Iturbide de anexarnos por la fuerza a México.

Lo cierto es que el hecho de que la independencia centroamericana la terminaran haciendo los conservadores, que se resistían al liberalismo secularista de la Constitución de Cádiz y que no querían cambios radicales en la sociedad, no tiene nada de inusual ni explica suficientemente los problemas institucionales que arrastra el país hasta la actualidad para erigirse en un proyecto moderno de nación.

Pensemos en varios ejemplos: en Chile, los conservadores opositores a O’Higgins, (también denominados peyorativamente “pelucones”) tomaron el poder en 1823, organizaron al Estado y de la mano de Diego Portales, sentaron las bases institucionales de lo que ha sido Chile hasta hoy. Luego tenemos el caso de la Constitución de 1826 de Bolivia —redactada por el Libertador Simón Bolívar en la última etapa de su vida y con las lecciones aprendidas del experimento de Colombia— y sobre la que muchos argumentan que fue una propuesta conservadora de restaurar la monarquía al crear una presidencia vitalicia y hereditaria. También está, por supuesto, el Plan de Iguala y el intento de creación de un Imperio en México por Agustín de Iturbide, también de inspiración conservadora. Y finalmente, no olvidemos que incluso el propio Fernando VII derogó la Constitución de Cádiz entre 1814 y 1820, en un intento de frenar el avance liberal reformista y restaurar el absolutismo borbónico.

Todas éstas fueron “regresiones” conservadoras que se dieron en toda Hispanoamérica y que de alguna forma dan cuenta de las tensiones, las rupturas y continuidades de un proceso que no fue monolítico ni lineal, sino más bien heterogéneo y complejo que se inaugura en la región a partir de 1808 cuando la Corona española queda acéfala y se implanta un gobierno ilegítimo y los ciudadanos de toda Hispanoamérica tuvieron que encontrar la manera, con las propias limitaciones de su tiempo, de gobernarse a sí mismos.

Si bien es sano y deseable para una sociedad plantearse estos problemas historiográficos como parte formativa de su memoria colectiva y su conciencia histórica, debe evitarse caer en el “presentismo”, que es un vicio académico que impide entender el verdadero contexto de los acontecimientos tal cual sucedieron; sino que busca justificar cualquier cosa del presente mediante el uso político del pasado. En pocas palabras: es ideología, no historia.

El Bicentenario y el presentismo
113
Directora del área de Estudios Latinoamericanos de la Fundación Libertad y Desarrollo. Es licenciada en Historia egresada de la Universidad Central de Venezuela.
13 Sep 2021

El historiador italiano Benedetto Croce alguna vez afirmó que “Toda historia es historia contemporánea” y el gran filósofo español José Ortega y Gasset también llegó a decir que “un historiador es un profeta al revés”. Lo que estos importantes pensadores del siglo XX quisieron transmitir con estas frases es que muchos lectores y aficionados a la historia se acercan a esta disciplina principalmente para entender su presente y prospectar su futuro. De allí que casi siempre la historia se convierta en un género bestseller en aquellas sociedades que atraviesan grandes crisis y convulsiones.

De esa actitud no han escapado los centroamericanos a la hora de abordar su hito fundacional como república independiente, a 200 años de aquellos sucesos. Además de que la fecha se presta para que dentro del gremio de historiadores —e intelectuales interesados en la historia—, se debatan y contrapongan distintas visiones historiográficas sobre aquel suceso.

Una vez más, salen a relucir las discusiones sobre si la independencia centroamericana fue una acción pacata y conservadora donde privaron los intereses económicos de los criollos y del clero en lugar del pueblo. Mientras unos sostienen que esa ruptura del nexo colonial estuvo animada por los sublimes ideales ilustrados de la libertad; otros corifean que se trató de un acto de oportunismo y gatopardismo frente al desgaste del Imperio Español y la amenaza de Iturbide de anexarnos por la fuerza a México.

Lo cierto es que el hecho de que la independencia centroamericana la terminaran haciendo los conservadores, que se resistían al liberalismo secularista de la Constitución de Cádiz y que no querían cambios radicales en la sociedad, no tiene nada de inusual ni explica suficientemente los problemas institucionales que arrastra el país hasta la actualidad para erigirse en un proyecto moderno de nación.

Pensemos en varios ejemplos: en Chile, los conservadores opositores a O’Higgins, (también denominados peyorativamente “pelucones”) tomaron el poder en 1823, organizaron al Estado y de la mano de Diego Portales, sentaron las bases institucionales de lo que ha sido Chile hasta hoy. Luego tenemos el caso de la Constitución de 1826 de Bolivia —redactada por el Libertador Simón Bolívar en la última etapa de su vida y con las lecciones aprendidas del experimento de Colombia— y sobre la que muchos argumentan que fue una propuesta conservadora de restaurar la monarquía al crear una presidencia vitalicia y hereditaria. También está, por supuesto, el Plan de Iguala y el intento de creación de un Imperio en México por Agustín de Iturbide, también de inspiración conservadora. Y finalmente, no olvidemos que incluso el propio Fernando VII derogó la Constitución de Cádiz entre 1814 y 1820, en un intento de frenar el avance liberal reformista y restaurar el absolutismo borbónico.

Todas éstas fueron “regresiones” conservadoras que se dieron en toda Hispanoamérica y que de alguna forma dan cuenta de las tensiones, las rupturas y continuidades de un proceso que no fue monolítico ni lineal, sino más bien heterogéneo y complejo que se inaugura en la región a partir de 1808 cuando la Corona española queda acéfala y se implanta un gobierno ilegítimo y los ciudadanos de toda Hispanoamérica tuvieron que encontrar la manera, con las propias limitaciones de su tiempo, de gobernarse a sí mismos.

Si bien es sano y deseable para una sociedad plantearse estos problemas historiográficos como parte formativa de su memoria colectiva y su conciencia histórica, debe evitarse caer en el “presentismo”, que es un vicio académico que impide entender el verdadero contexto de los acontecimientos tal cual sucedieron; sino que busca justificar cualquier cosa del presente mediante el uso político del pasado. En pocas palabras: es ideología, no historia.

 

Those "chairos" of the peninsula
30
Director del Área Política de Fundación Libertad y Desarrollo. Licenciado en Ciencia Política, catedrático y analista político en el programa Sin Filtro de Guatevisión.
13 Sep 2021

Con ocasión del bicentenario

La semana pasada escribí una primera reflexión interpretativa sobre algunos detalles detrás de la historia de la independencia Centroamérica, con ocasión de la conmemoración del bicentenario. 

La conclusión es que la independencia de Guatemala no representó la materialización de un sueño de libertad, ni de las ideas emanadas de la Ilustración, como sí ocurrió en las trece colonias o en América del Sur. Lo interesante del caso centroamericano es la forma en que el accionar de los actores políticos relevantes de hace 200 años, no es muy distinto al comportamiento de las élites en pleno siglo XXI.

Veamos. Tras la derrota de Napoléon Bonaparte en Waterloo en 1815 y el Congreso de Viena, Europa apostó por el statu quo ante, una suerte de regresión al estado de las cosas previo a la Revolución Francesa. Bajo el liderazgo de la Santa Alianza (integrada por el Imperio Austriaco, el Reino de Prusia y el Imperio de Rusia) y bajo la configuración del sistema Metternich de relaciones internacionales, Europa apostaba por la restauración de las monarquías absolutas, bajo preceptos cristianos para justificar la legitimidad monárquica, como mecanismo para acallar y detener el avance del liberalismo y del secularismo que se había implantado tras la Revolución Francesa y el Imperio Napoleónico.

Sin embargo, los cambios económicos y sociales producto de la Revolución Industrial y el fortalecimiento de las burguesías como actor de peso político agudizaban y aceleraban la crisis del antiguo régimen.

De ahí que entre 1820 y 1848, prácticamente una a una de las monarquías absolutas europeas sucumbió ante movimientos liberal-burgueses (primero) y obreros (después), que marcaron el final de un decadente antiguo régimen. Es decir, el avance de la modernidad era tal que ni los intereses políticos de las potencias y las élites europeas fue suficiente para contener el avance de las ideas ilustradas de libertades y derechos civiles, constitucionalismo, república y democracia.

En este contexto, el 1 de enero de 1820 en España, el Teniente Coronel Rafael de Riego, inició una revuelta contra el absolutismo del Rey Fernando VII. Para el 7 de marzo, el Rey se vio obligado a aceptar la restitución de la Constitución de Cádiz, la cual establecía una serie de instituciones liberales, tales como la soberanía en la Nación —ya no en el rey—, la monarquía constitucional, la separación de poderes, la limitación de los poderes del rey, el sufragio masculino indirecto, la libertad de imprenta, la libertad de industria, el derecho de propiedad y la abolición de los señoríos. Con ello, dio inicio el período conocido como el Trienio Liberal de España.

En este contexto, las élites locales se mostraron reticentes a aceptar los cambios que se daban en España. Casi me puedo imaginar el rechazo y el temor por esas ideas “chairas” de cambio político y liberalismo que ganaban tracción en la península ibérica.

De ahí, que la independencia fuese un momento para conservar lo antiguo, más que para liberar al istmo del yugo colonial. Recordemos dos datos. El primer Presidente de Guatemala fue Gabino Gaínza, quien hasta el 14 de septiembre de 1821 era el jefe de las fuerzas militares españolas en la región. Y dos, la primera decisión soberana de las provincias centroamericanas fue anexarse a México, bajo el Plan de Iguala, el cual se basaba precisamente en buscar la restauración de una monarquía absoluta borbónica, bajo los preceptos de la religión católica, y la búsqueda de la unidad entre españoles y criollos.

Ese rechazo a lo foráneo, a la modernidad, a la construcción de instituciones políticas no arbitrarias, o incluso, hay que decirlo, la falta de identificación con ideas y preceptos liberales se mantiene impregnada entre nuestras élites hasta el día de hoy. Dos cientos años después, la particular historia de la independencia de Guatemala aún nos arroja luces importantes para entender nuestra sociedad política.

Esos chairos de la península
30
Director del Área Política de Fundación Libertad y Desarrollo. Licenciado en Ciencia Política, catedrático y analista político en el programa Sin Filtro de Guatevisión.
13 Sep 2021

Con ocasión del bicentenario

La semana pasada escribí una primera reflexión interpretativa sobre algunos detalles detrás de la historia de la independencia Centroamérica, con ocasión de la conmemoración del bicentenario. 

La conclusión es que la independencia de Guatemala no representó la materialización de un sueño de libertad, ni de las ideas emanadas de la Ilustración, como sí ocurrió en las trece colonias o en América del Sur. Lo interesante del caso centroamericano es la forma en que el accionar de los actores políticos relevantes de hace 200 años, no es muy distinto al comportamiento de las élites en pleno siglo XXI.

Veamos. Tras la derrota de Napoléon Bonaparte en Waterloo en 1815 y el Congreso de Viena, Europa apostó por el statu quo ante, una suerte de regresión al estado de las cosas previo a la Revolución Francesa. Bajo el liderazgo de la Santa Alianza (integrada por el Imperio Austriaco, el Reino de Prusia y el Imperio de Rusia) y bajo la configuración del sistema Metternich de relaciones internacionales, Europa apostaba por la restauración de las monarquías absolutas, bajo preceptos cristianos para justificar la legitimidad monárquica, como mecanismo para acallar y detener el avance del liberalismo y del secularismo que se había implantado tras la Revolución Francesa y el Imperio Napoleónico.

Sin embargo, los cambios económicos y sociales producto de la Revolución Industrial y el fortalecimiento de las burguesías como actor de peso político agudizaban y aceleraban la crisis del antiguo régimen.

De ahí que entre 1820 y 1848, prácticamente una a una de las monarquías absolutas europeas sucumbió ante movimientos liberal-burgueses (primero) y obreros (después), que marcaron el final de un decadente antiguo régimen. Es decir, el avance de la modernidad era tal que ni los intereses políticos de las potencias y las élites europeas fue suficiente para contener el avance de las ideas ilustradas de libertades y derechos civiles, constitucionalismo, república y democracia.

En este contexto, el 1 de enero de 1820 en España, el Teniente Coronel Rafael de Riego, inició una revuelta contra el absolutismo del Rey Fernando VII. Para el 7 de marzo, el Rey se vio obligado a aceptar la restitución de la Constitución de Cádiz, la cual establecía una serie de instituciones liberales, tales como la soberanía en la Nación —ya no en el rey—, la monarquía constitucional, la separación de poderes, la limitación de los poderes del rey, el sufragio masculino indirecto, la libertad de imprenta, la libertad de industria, el derecho de propiedad y la abolición de los señoríos. Con ello, dio inicio el período conocido como el Trienio Liberal de España.

En este contexto, las élites locales se mostraron reticentes a aceptar los cambios que se daban en España. Casi me puedo imaginar el rechazo y el temor por esas ideas “chairas” de cambio político y liberalismo que ganaban tracción en la península ibérica.

De ahí, que la independencia fuese un momento para conservar lo antiguo, más que para liberar al istmo del yugo colonial. Recordemos dos datos. El primer Presidente de Guatemala fue Gabino Gaínza, quien hasta el 14 de septiembre de 1821 era el jefe de las fuerzas militares españolas en la región. Y dos, la primera decisión soberana de las provincias centroamericanas fue anexarse a México, bajo el Plan de Iguala, el cual se basaba precisamente en buscar la restauración de una monarquía absoluta borbónica, bajo los preceptos de la religión católica, y la búsqueda de la unidad entre españoles y criollos.

Ese rechazo a lo foráneo, a la modernidad, a la construcción de instituciones políticas no arbitrarias, o incluso, hay que decirlo, la falta de identificación con ideas y preceptos liberales se mantiene impregnada entre nuestras élites hasta el día de hoy. Dos cientos años después, la particular historia de la independencia de Guatemala aún nos arroja luces importantes para entender nuestra sociedad política.

The controversial ruling that opens the door to re-election in El Salvador
28
Edgar Ortiz es el Director del Área Jurídica en Fundación Libertad y Desarrollo, es catedrático universitario y participa como analista político en diferentes medios de comunicación. 
13 Sep 2021

La Constitución de El Salvador, al igual que las constituciones de otros países centroamericanos, estipula límites bastante estrictos a la reelección presidencial. De tal suerte, el artículo 75 establece como causal de pérdida de los derechos ciudadanos promover o apoyar la “reelección o la continuación del Presidente de la República”.

Precisamente el pasado 3 de septiembre la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia de El Salvador dictó una resolución dentro de un proceso de pérdida de ciudadanía derivado de los comentarios de una diputada del partido GANA que afirmó que estaba de acuerdo con que el presidente Bukele debía reelegirse, contrario a lo estipulado por la Constitución.

Lo sorprendente es que, de este proceso de pérdida de ciudadanía, la Sala de lo Constitucional acabó desechando la jurisprudencia sostenida por dicho tribunal y, mediante un confuso juego de palabras, sostuvo que la diputada de GANA no transgredió la norma constitucional porque la reelección inmediata en El Salvador sí está permitida. ¿Cómo arribó el tribunal a esa conclusión?

Hay que tener presente dos factores. Por una parte, que en mayo la Asamblea Legislativa de El Salvador, ampliamente dominada por el partido de Bukele, decidió remover a los magistrados de la Sala Constitucional y los reemplazó por magistrados afines al oficialismo.

De tal modo que es este tribunal así conformado quien dicta esta resolución. El inciso primero del artículo 152 de la Constitución salvadoreña afirma que no puede ser candidato presidencial quien “haya desempeñado la Presidencia de la República por más de seis meses, consecutivos o no, durante el período inmediato anterior, o dentro de los últimos seis meses anteriores al inicio del período presidencial”.

Por su parte, el artículo 88 dice literalmente: “La alternabilidad en el ejercicio de la Presidencia de la República es indispensable para el mantenimiento de la forma de gobierno y sistema político establecidos. La violación de esta norma obliga a la insurrección”.

La Sala de lo Constitucional argumenta que el artículo 152 establece prohibiciones para ser “candidato”, mas no para ser presidente. De este modo, el tribunal argumenta que en realidad el constituyente quiso permitir por una sola vez más la reelección presidencial.

Agrega la Sala de lo Constitucional que el “sentido” de dicha prohibición es que quien ocupe la presidencia no se aproveche de su cargo para “prevalerse del mismo” y por ese motivo “ha de requerirse al Presidente que se haya postulado como candidato presidencial para un segundo periodo, [que] deba solicitar una licencia durante los seis meses previos, a fin de lograr la concordancia con el artículo 218 de la Constitución en el que se establece la prohibición de prevalerse del cargo para realizar propaganda electoral”.

La Sala de lo Constitucional asegura que llega a esta conclusión y desecha la interpretación opuesta que dicho tribunal había sostenido hasta entonces porque procura que su lectura cumpla con el carácter “progresivo y no regresivo de los derechos fundamentales”.

Irónicamente, hace esta lectura días después de que la Corte Interamericana de Derechos Humanos resolviera una opinión consultiva referente a los límites a la reelección presidencial en la que estableció que no existe el derecho humano autónomo a la reelección.