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Élites, poder económico y poder político (Parte 8)
30
Director del Área Política de Fundación Libertad y Desarrollo. Licenciado en Ciencia Política, catedrático y analista político en el programa Sin Filtro de Guatevisión.
02 Mayo 2022

El problema de cuando hay muchos sacerdotes en una misa es que resulta muy difícil diferenciar quién hace qué exactamente.

 

A partir de junio 2016, -lenta y gradualmente- se fue gestando el quiebre de la élite con el proceso de depuración iniciado en abril del año anterior. El caso Cooptación del Estado, y la línea tangencial sobre el financiamiento electoral al Patriota, exhibió parte de los viejos esqueletos en el clóset y desató todos los miedos y temores. La discusión de una reforma constitucional, con la obnubilada necedad de promover el pluralismo jurídico, dio las herramientas discursivas para la contraofensiva. Desde entonces, la vieja confiable del macartismo ala tortrix y las apologías de guerra fría desplazaron del debate al combate a la corrupción y la construcción de Estado. Mientras eso ocurría, otros procesos coyunturales contribuían a generar una mayor repulsión iónica entre la élite y el zeitgest anti-corrupción que imperaba en el país.

Por un lado, tras el doblete de “La Línea” e “Impunidad y Defraudación”, casos que desnudaron la corrupción en la administración tributaria, tuvo lugar un proceso de depuración y reforma en la SAT. No obstante, las nuevas autoridades que -cual trabalenguas lingüístico y conceptual- eran exfiscales con escaso conocimiento fiscal, adoptaron una política de judicialización masiva de casos tributarios, quizá bajo la lógica que resultaba más sencillo cobrar cuando los fantasmas judiciales rondaban en el vecindario.

Por otro lado, en marzo 2016, fue integrada la VII Magistratura Constitucional con un balance de fuerzas donde ni la élite, ni los emergentes, ni los actores de poder tradicional, tenían mayorías. ¡Vaya accidente! Pequeño paréntesis teórico: un derivado de las tesis de Samuel Huntington es que en aquellas sociedades donde la institucionalidad política es débil, las cortes terminan jugando el rol de “árbitros políticos de última instancia” (un rol pretoriano que jugaron los ejércitos durante el siglo XX). Guatemala es un digno caso de estudio. Desde 1993 a la fecha, prácticamente todos los conflictos políticos han sido resueltos mediante sentencias de la CC. Y ciertamente, desde 1993 al 2016, las magistraturas constitucionales mantuvieron una línea “pro-poder”, es decir, cercana a intereses empresariales, políticos y militares.

De tal manera, el verdadero pecado de la VII Magistratura sería su línea “contra-poder”; es decir, por primera vez, la mayoría de sus resoluciones no favorecieron los intereses de los actores antes enlistados. En términos futboleros pongámoslo así: el árbitro que siempre pitaba los penales a favor del Madrid, a partir de 2016 resultó pitándolos a favor del Barca (o viceversa, lo que menos se pretende aquí es ofender aficiones). De ahí el odio generalizado de los actores de poder -incluida la élite- a la citada magistratura. Y como ya hemos visto, aquellos jugadores que no se acoplan al esquema táctico imperante, se ganan el calificativo de comunista (o su versión globalista de chairo). Eso sí, al igual que los textos de Hayek, que se citan cuando conviene y se olvidan cuando no, lo mismo ocurre con las teorías de la conspiración. No olvidemos que en 2018, dicha magistratura instó al Congreso a reformar el artículo penal sobre el delito de financiamiento electoral ilícito (ahí la CC no se “extralimitaba”). Y en 2019, resolvió “que no era viable la aplicación retroactiva de los tipos penales” creados tras la reforma. Dicho en términos menos barrocos, la CC comunista dio la salida legal para los emproblemados por financiamiento electoral.

Lo cierto del caso es que entre el avance de la ofensiva anti-corrupción y los temores por los fantasmas de las navidades pasadas, la persecución fiscal de la SAT y la línea contra-poder de la CC, la élite percibió la autonomía del aparato estatal respecto de sus intereses. Esa autonomía -en parte- era posible gracias al respaldo que La Embajada ofrecía a los tres procesos, bajo las directrices del Plan de la Prosperidad de combatir la corrupción y promover la independencia judicial. Desde entonces, el State Department pasó a engrosar las filas de los actores que integran “la gran conspiración comunista en Guatemala.” Y a pesar de que lo anterior pareciera sacado del puro realismo mágico literario, un efecto concreto sí empezó a sentirse en Washington. A partir del segundo semestre 2016, se multiplicó el flujo de recursos provenientes de Guatemala que encontraron su destino en la política norteamericana. Empresas en lo individual, fundaciones y asociaciones, organizaciones empresariales y grupos de diputados empezaron a contratar agencias de cabildeo en DC. El problema de cuando hay muchos sacerdotes en una misa -como dirían las abuelitas- es que resulta muy difícil diferenciar quién hace qué exactamente. (Continuará…)

Is the power coming for revenge or has it always been there?
113
Directora del área de Estudios Latinoamericanos de la Fundación Libertad y Desarrollo. Es licenciada en Historia egresada de la Universidad Central de Venezuela.
29 Abr 2022

Pretender que el sistema democrático liberal permanecerá exento de enemigos que le acechen, es desconocer el papel del conflicto en la política y desconocer lo político en sí.

 

En tiempos recientes, muchos afirman que el mundo pareciera atravesar una tendencia cada vez más preocupante que tiene que ver con el auge de los autoritarismos y el debilitamiento de las democracias liberales. Intelectuales como Steven Levitsky, Yascha Mounk, John Keane, Anne Applebaum, Adam Przeworski, por señalar algunos nombres, han escrito profusamente sobre este fenómeno en los últimos años, convirtiendo al tema en sí mismo en un género bestseller.

La percepción es que las prácticas autoritarias que antes parecían existir sólo en los libros de historia, o en los países del tercer mundo, están apareciendo de una forma cada vez más acelerada en los países desarrollados. Siendo tal vez el gobierno de Donald Trump en Estados Unidos una de las señales más evidentes de dicha tendencia.

Sobre este asunto, el escritor y columnista venezolano Moisés Naím, presenta su nuevo libro titulado La revancha de los poderosos (2022), cuya traducción literal del inglés sería realmente “La revancha del poder”. Una obra en que por momentos continúa, y en otros se retracta, de varios de los temas que el abordó en El fin del poder (2013).

Según Naím, estos nuevos autócratas del siglo XXI hacen uso de tres métodos: el populismo, la polarización y la posverdad. Los llama “Autócratas 3P”.

Sin importar el signo ideológico, o la región del mundo a la que pertenezcan, estos autócratas 3P ejercen el poder como “matones”, eliminan los pesos y contrapesos propios del gobierno limitado y carcomen los fundamentos de las sociedades libres y democráticas.

Otro de los peligros que, según Naím, alarma más de esta revancha del poder, es la transformación de los valores ciudadanos dentro de la sociedad. Ya que estos nuevos autócratas convierten a una parte de la sociedad civil en comparsas de extremistas, que en lugar de pedirles cuentas a sus gobernantes, se comportan como una fanaticada que los endiosa.

Sin embargo, habría que diseccionar más cuidadosamente la premisa de la que parte el autor sobre la “revancha” del poder en el siglo XXI en una “forma nueva y maligna”, ya que con un poco de perspectiva sabremos que las formas políticas autoritarias y despóticas siempre han existido y que más bien la libertad es una incursión reciente en la historia y la excepción a la regla.

Por lo menos desde Aristóteles y Polibio sabemos que las formas políticas degeneran y que los sistemas políticos se agotan. A esta verdad irrefutable, en el siglo XX, Carl Schmitt y Julien Freund agregarán que lo político siempre se mueve en la dialéctica amigo-enemigo, público-privado y mando-obediencia y que se debe entender la lógica del “poder nudo”, despojado de ornamentos ideológicos y morales.

Pretender que el sistema democrático liberal permanecerá exento de enemigos que le acechen, es desconocer el papel del conflicto en la política y desconocer lo político en sí.

El poder no ha tomado la revancha, siempre ha estado allí, sobreviviendo a los intentos de despolitización y neutralización que se le han intentado imponer a lo largo de la historia y, más recientemente, desde la Posguerra Fría.

¿El poder viene por la revancha o siempre ha estado allí?
113
Directora del área de Estudios Latinoamericanos de la Fundación Libertad y Desarrollo. Es licenciada en Historia egresada de la Universidad Central de Venezuela.
29 Abr 2022

Pretender que el sistema democrático liberal permanecerá exento de enemigos que le acechen, es desconocer el papel del conflicto en la política y desconocer lo político en sí.

 

En tiempos recientes, muchos afirman que el mundo pareciera atravesar una tendencia cada vez más preocupante que tiene que ver con el auge de los autoritarismos y el debilitamiento de las democracias liberales. Intelectuales como Steven Levitsky, Yascha Mounk, John Keane, Anne Applebaum, Adam Przeworski, por señalar algunos nombres, han escrito profusamente sobre este fenómeno en los últimos años, convirtiendo al tema en sí mismo en un género bestseller.

La percepción es que las prácticas autoritarias que antes parecían existir sólo en los libros de historia, o en los países del tercer mundo, están apareciendo de una forma cada vez más acelerada en los países desarrollados. Siendo tal vez el gobierno de Donald Trump en Estados Unidos una de las señales más evidentes de dicha tendencia.

Sobre este asunto, el escritor y columnista venezolano Moisés Naím, presenta su nuevo libro titulado La revancha de los poderosos (2022), cuya traducción literal del inglés sería realmente “La revancha del poder”. Una obra en que por momentos continúa, y en otros se retracta, de varios de los temas que el abordó en El fin del poder (2013).

Según Naím, estos nuevos autócratas del siglo XXI hacen uso de tres métodos: el populismo, la polarización y la posverdad. Los llama “Autócratas 3P”.

Sin importar el signo ideológico, o la región del mundo a la que pertenezcan, estos autócratas 3P ejercen el poder como “matones”, eliminan los pesos y contrapesos propios del gobierno limitado y carcomen los fundamentos de las sociedades libres y democráticas.

Otro de los peligros que, según Naím, alarma más de esta revancha del poder, es la transformación de los valores ciudadanos dentro de la sociedad. Ya que estos nuevos autócratas convierten a una parte de la sociedad civil en comparsas de extremistas, que en lugar de pedirles cuentas a sus gobernantes, se comportan como una fanaticada que los endiosa.

Sin embargo, habría que diseccionar más cuidadosamente la premisa de la que parte el autor sobre la “revancha” del poder en el siglo XXI en una “forma nueva y maligna”, ya que con un poco de perspectiva sabremos que las formas políticas autoritarias y despóticas siempre han existido y que más bien la libertad es una incursión reciente en la historia y la excepción a la regla.

Por lo menos desde Aristóteles y Polibio sabemos que las formas políticas degeneran y que los sistemas políticos se agotan. A esta verdad irrefutable, en el siglo XX, Carl Schmitt y Julien Freund agregarán que lo político siempre se mueve en la dialéctica amigo-enemigo, público-privado y mando-obediencia y que se debe entender la lógica del “poder nudo”, despojado de ornamentos ideológicos y morales.

Pretender que el sistema democrático liberal permanecerá exento de enemigos que le acechen, es desconocer el papel del conflicto en la política y desconocer lo político en sí.

El poder no ha tomado la revancha, siempre ha estado allí, sobreviviendo a los intentos de despolitización y neutralización que se le han intentado imponer a lo largo de la historia y, más recientemente, desde la Posguerra Fría.

Lowers the cost of committing certain crimes
28
Edgar Ortiz es el Director del Área Jurídica en Fundación Libertad y Desarrollo, es catedrático universitario y participa como analista político en diferentes medios de comunicación. 
26 Abr 2022

Una pena muy baja puede convertir en “rentable” cometer delitos

 

El pasado uno de marzo de 2022, la Corte de Constitucionalidad (CC) declaró sin lugar una acción de inconstitucionalidad contra el decreto 10-2019, reformas al Código Penal para añadir el “Procedimiento especial de aceptación de cargos”. En esta columna no pretendo entrar a analizar los méritos de la acción de inconstitucionalidad. Quisiera centrarme en los incentivos que trae esta normativa ahora que cobrará vigencia. 

El artículo 6 del decreto 10-2019 establece que los beneficios de la aceptación de cargos son la rebaja de la pena de prisión en los siguientes grados: 1) a la mitad (50%) si acepta los cargos durante la audiencia de primera declaración; 2) un tercio (33%) si acepta los cargos después de dictado del auto de apertura a juicio y antes del debate; y 3) en una quinta parte (20%) si acepta los cargos después de iniciado el debate y hasta antes de la recepción de pruebas. 

La idea en sí de tener un mecanismo que facilite la administración de justicia en aquellos casos en que el acusado acepta su responsabilidad no es mala. Sin embargo, por una parte, ya hay otras figuras como el criterio de oportunidad o el procedimiento abreviado o, incluso, la delación premiada (colaborador eficaz) que entrarán en conflicto con esta figura. Y, por otra parte, como veremos, no cualquier delito es elegible para este beneficio y la selección parece más un cherry picking de los delitos que interesaban a una clase política que en su momento aprobó la ley que una selección en función de una política criminal. 

Partamos del modelo que utiliza el Análisis Económico del Derecho (AED) para entender la racionalidad del crimen. Cometer un delito trae un beneficio y trae costos. Por ejemplo, si un delincuente decide robar Q10,000 el producto del delito es su beneficio. El beneficio no tiene que ser monetario. Una persona que comete un delito de lesiones obtiene un “beneficio” no monetario de su acción. El costo de cometer un delito es el castigo al que puede ser sometido (entre 3 y 12 años de prisión por robo). Sin embargo, el costo no son los años de prisión (castigo), sino la probabilidad de que lo hallen culpable y lo castiguen.

Dado que el castigo tiene un propósito de disuasión, el AED entiende que el castigo (pena + certeza de castigo) debe ser tal que efectivamente disuada el crimen a un nivel óptimo. Hay veces que un castigo excesivamente alto no es efectivo. Por ejemplo, supongamos que portar un arma ilegal tuviera pena máxima de prisión. Si un agente de policía sorprende a un delincuente asaltando un banco, y el delincuente porta un arma ilegal, pensaría que es más rentable disparar contra el policía dado que la pena que enfrenta por ser detenido sin abrir fuego e intentar escapar es la misma que la de ser detenido sin intentar agredir y escapar. De modo que esta no sería una pena óptima para ese delito.

Pero, por otra parte, una pena muy baja puede convertir en “rentable” cometer delitos. Si la pena por asaltar un banco fuera de 3 meses de prisión está claro que para un delincuente sería muy “rentable” asaltar un banco dado que enfrenta un potencial castigo (costo) tan bajo. Si habláramos de Guatemala, el costo es aún menor dado que la probabilidad de ser descubierto es todavía más baja (impunidad por encima el 90%) 

¿A dónde nos lleva esta lógica con el decreto 10-2019? Nos lleva a que, si bien ciertos delitos como homicidio, asesinato, genocidio, robo, hurto, etc. no tendrán el beneficio de rebaja de pena de prisión por aceptación de cargos, hay otros delitos que sí la tendrán para los cuales el “costo” de cometer el delito baja. Estos delitos incluyen a varios delitos asociados con la corrupción. Ejemplo: cohecho. El cohecho es dar (activo) o recibir (pasivo) sobornos. Un funcionario que recibe un soborno (cohecho pasivo) enfrenta un potencial castigo de prisión de 5 a 10 años. 

Apliquemos la lógica del AED. Aceptar un soborno para un funcionario, digamos por Q1,000,000, tiene un potencial castigo de prisión de 5 a 10 años. Dado que la probabilidad de que al funcionario lo descubran y castiguen es ínfimamente baja (impunidad por encima de 90%), enfrentará un costo bajísimo por cometer el delito. Ahora, además, de ser descubierto, podría llevar el castigo a la mitad. Dado que la ley no dice la “mitad” de qué castigo (si la pena mínima de 5 o máxima de 10 años de prisión) no sabemos a ciencia cierta. Pero supongamos que se aplica la pena máxima por tratarse de un monto alto: 10 años.

Aceptar el cargo implica la reducción de la pena de prisión a 5 años y dado que las penas de prisión de 5 años pueden conmutarse (convertirse) en una multa, el costo de cometer el delito de cohecho ha bajado y por tanto se ha convertido en un delito “más rentable”.

Nuevamente, como se ha dicho antes, no creo que tener altas penas para los delitos de corrupción sea la “solución”. Argumento, eso sí, que esta norma reduce el costo de cometer delitos asociados con la corrupción, pero no reduce la pena de prisión para el caso de otros delitos que son frecuentes y que causan congestionamiento en el sistema de justicia. Tampoco se justifica por qué se concede ese beneficio a unos delitos y no a otros.

Ojo: el AED no asume que el único factor que los seres humanos toman en cuenta al cometer un delito es el castigo. Hay otros factores como la moral interna que juegan un rol importante en muchas personas. Pero sí asume que en delitos premeditados el criminal tiene en cuenta los costos potenciales de cometer el delito.

Baja el costo de cometer ciertos delitos
28
Edgar Ortiz es el Director del Área Jurídica en Fundación Libertad y Desarrollo, es catedrático universitario y participa como analista político en diferentes medios de comunicación. 
26 Abr 2022

Una pena muy baja puede convertir en “rentable” cometer delitos

 

El pasado uno de marzo de 2022, la Corte de Constitucionalidad (CC) declaró sin lugar una acción de inconstitucionalidad contra el decreto 10-2019, reformas al Código Penal para añadir el “Procedimiento especial de aceptación de cargos”. En esta columna no pretendo entrar a analizar los méritos de la acción de inconstitucionalidad. Quisiera centrarme en los incentivos que trae esta normativa ahora que cobrará vigencia. 

El artículo 6 del decreto 10-2019 establece que los beneficios de la aceptación de cargos son la rebaja de la pena de prisión en los siguientes grados: 1) a la mitad (50%) si acepta los cargos durante la audiencia de primera declaración; 2) un tercio (33%) si acepta los cargos después de dictado del auto de apertura a juicio y antes del debate; y 3) en una quinta parte (20%) si acepta los cargos después de iniciado el debate y hasta antes de la recepción de pruebas. 

La idea en sí de tener un mecanismo que facilite la administración de justicia en aquellos casos en que el acusado acepta su responsabilidad no es mala. Sin embargo, por una parte, ya hay otras figuras como el criterio de oportunidad o el procedimiento abreviado o, incluso, la delación premiada (colaborador eficaz) que entrarán en conflicto con esta figura. Y, por otra parte, como veremos, no cualquier delito es elegible para este beneficio y la selección parece más un cherry picking de los delitos que interesaban a una clase política que en su momento aprobó la ley que una selección en función de una política criminal. 

Partamos del modelo que utiliza el Análisis Económico del Derecho (AED) para entender la racionalidad del crimen. Cometer un delito trae un beneficio y trae costos. Por ejemplo, si un delincuente decide robar Q10,000 el producto del delito es su beneficio. El beneficio no tiene que ser monetario. Una persona que comete un delito de lesiones obtiene un “beneficio” no monetario de su acción. El costo de cometer un delito es el castigo al que puede ser sometido (entre 3 y 12 años de prisión por robo). Sin embargo, el costo no son los años de prisión (castigo), sino la probabilidad de que lo hallen culpable y lo castiguen.

Dado que el castigo tiene un propósito de disuasión, el AED entiende que el castigo (pena + certeza de castigo) debe ser tal que efectivamente disuada el crimen a un nivel óptimo. Hay veces que un castigo excesivamente alto no es efectivo. Por ejemplo, supongamos que portar un arma ilegal tuviera pena máxima de prisión. Si un agente de policía sorprende a un delincuente asaltando un banco, y el delincuente porta un arma ilegal, pensaría que es más rentable disparar contra el policía dado que la pena que enfrenta por ser detenido sin abrir fuego e intentar escapar es la misma que la de ser detenido sin intentar agredir y escapar. De modo que esta no sería una pena óptima para ese delito.

Pero, por otra parte, una pena muy baja puede convertir en “rentable” cometer delitos. Si la pena por asaltar un banco fuera de 3 meses de prisión está claro que para un delincuente sería muy “rentable” asaltar un banco dado que enfrenta un potencial castigo (costo) tan bajo. Si habláramos de Guatemala, el costo es aún menor dado que la probabilidad de ser descubierto es todavía más baja (impunidad por encima el 90%) 

¿A dónde nos lleva esta lógica con el decreto 10-2019? Nos lleva a que, si bien ciertos delitos como homicidio, asesinato, genocidio, robo, hurto, etc. no tendrán el beneficio de rebaja de pena de prisión por aceptación de cargos, hay otros delitos que sí la tendrán para los cuales el “costo” de cometer el delito baja. Estos delitos incluyen a varios delitos asociados con la corrupción. Ejemplo: cohecho. El cohecho es dar (activo) o recibir (pasivo) sobornos. Un funcionario que recibe un soborno (cohecho pasivo) enfrenta un potencial castigo de prisión de 5 a 10 años. 

Apliquemos la lógica del AED. Aceptar un soborno para un funcionario, digamos por Q1,000,000, tiene un potencial castigo de prisión de 5 a 10 años. Dado que la probabilidad de que al funcionario lo descubran y castiguen es ínfimamente baja (impunidad por encima de 90%), enfrentará un costo bajísimo por cometer el delito. Ahora, además, de ser descubierto, podría llevar el castigo a la mitad. Dado que la ley no dice la “mitad” de qué castigo (si la pena mínima de 5 o máxima de 10 años de prisión) no sabemos a ciencia cierta. Pero supongamos que se aplica la pena máxima por tratarse de un monto alto: 10 años.

Aceptar el cargo implica la reducción de la pena de prisión a 5 años y dado que las penas de prisión de 5 años pueden conmutarse (convertirse) en una multa, el costo de cometer el delito de cohecho ha bajado y por tanto se ha convertido en un delito “más rentable”.

Nuevamente, como se ha dicho antes, no creo que tener altas penas para los delitos de corrupción sea la “solución”. Argumento, eso sí, que esta norma reduce el costo de cometer delitos asociados con la corrupción, pero no reduce la pena de prisión para el caso de otros delitos que son frecuentes y que causan congestionamiento en el sistema de justicia. Tampoco se justifica por qué se concede ese beneficio a unos delitos y no a otros.

Ojo: el AED no asume que el único factor que los seres humanos toman en cuenta al cometer un delito es el castigo. Hay otros factores como la moral interna que juegan un rol importante en muchas personas. Pero sí asume que en delitos premeditados el criminal tiene en cuenta los costos potenciales de cometer el delito.

Elites, economic power and political power (Part 7)
30
Director del Área Política de Fundación Libertad y Desarrollo. Licenciado en Ciencia Política, catedrático y analista político en el programa Sin Filtro de Guatevisión.
26 Abr 2022

Tal y como ha ocurrido en actos anteriores de esta tragicomedia, la necedad de los unos probaría ser el aliado ideal para el inmovilismo de los otros.

 

El 2 de junio de 2016, salió a la luz Cooptación del Estado, el caso que retrató la realidad de un Estado capturado, donde el ejercicio del poder sirve -casi de forma exclusiva- como medio para acceder a rentas ilícitas. En este sistema, el soborno constituye el combustible que propulsa la mayoría de los procesos públicos, algo así como hace el trifosfato de adenosina -ATP- en el metabolismo celular. Mientras que el financiamiento político se entiende como la necesaria inversión para acceder a la fiesta de los negocios.

Aún sin que el polvo se hubiese terminado de asentar, una semana después, dio inicio el Diálogo para la Reforma al Sector Justicia, un esfuerzo que pretendía construir sobre el momentum de la depuración. Y al igual que en otros procesos de reforma, existía consenso sobre las falencias del sistema que requerían atención: 1) el agotamiento del modelo corporativista de Comisiones de Postulación; 2) reducir la politización mediante recetas que privilegien la carrera judicial; y 3) revisar la integración, plazos y funciones de las autoridades judiciales. Sin embargo, tal y como ha ocurrido en actos anteriores de esta tragicomedia, la necedad de los unos probaría ser el aliado ideal para el inmovilismo de los otros.

Desde un inicio, era evidente la incomodidad de las élites con la mera idea de una reforma constitucional. En 2012, su asimétrica relación de manita sudada con Pérez Molina sufrió una leve escaldadura cuando este último intentó promover su propia reforma judicial. Pero, en junio 2016, ante el poder que entonces ejercía Batman sobre Gotham, y la legitimidad generalizada del proceso anticorrupción, la élite no sólo se sumó al esfuerzo, sino también, asumió un rol propositivo. No obstante, la propuesta de reforma sobre “justicia indígena” abrió los flancos para que el McCarthismo y el statu quo se hicieran presentes.

Si bien San Friedrich von Hayek, en su Epístola “Derecho, Legislación y Libertad”, enfatiza la tautología liberal de reconocer múltiples fuentes de derecho, en nuestras latitudes, el pluralismo jurídico se entendía como comunismo. De la influencia del austriaco sobre la élite podemos decir lo siguiente: encontramos a quienes dicen haber leído a Hayek pero que evidentemente no lo entendieron; a un segundo grupo que citan sus frases cuando conviene (fiscal o regulatoriamente) pero olvidan el resto cuando no conviene; y, por último, a un pequeño grupo (de chairos) que por adoptar un hayekianismo más holístico, terminan convirtiéndose en voces disonantes dentro del autoritario -e iliberal- mundo del liberalismo ala tortrix.

Lo cierto es que entre la incapacidad (y mucha soberbia) de los promotores de si quiera explicar los límites y alcances de la propuesta, y los miedos al avance de la agenda indígena en Guatemala, la élite cerró filas y retiró su apoyo al esfuerzo de reforma. Hay quienes dicen que la obnubilada necedad por introducir la justicia indígena fue el inicio del fin. Probablemente. Pero lo cierto es que aún sin ese tema, me resulta difícil pensar que la élite acompañaría -hasta el final- una reforma constitucional.

Sin ir tan lejos, atrás de los miedos por el pluralismo jurídico, ya se escuchaban ideas que buscaban traer al suelo otras propuestas. Por ejemplo, ante la creación de un Consejo de la Judicatura (necesario para todo sistema de carrera judicial), algunos eruditos del republicanismo esbozaban barrocas incoherencias como que “una República consta de tres poderes por lo que un Consejo de Justicia rompería ese arreglo”. De ahí que, como ocurrió con las Reformas de 1999 o con el mismo Pacto Fiscal del 2000, seguramente -tarde o temprano, con o sin derecho indígena de por medio- la élite se hubiese bajado del barco.

Lo peor de la trama es que la élite terminó defendiendo un sistema donde su influencia es cada vez menor. De aquella generación de las vacas sagradas, hoy no son ni tres los altos togados vinculados a la élite. Por el contrario, la universidad pública, las privadas de reciente creación y el Colegio profesional son espacios donde no sólo carecen de influencia directa, sino además, existe una aura anti-elitista. No olvidemos que las redes de los reyes del tenis et al surgieron como respuesta a que en el sistema “ya estaban cabales”.

Justamente por esos días empezaba a escucharse la frase de “nos van a convertir en Nicaragua”, que cual profecía auto-cumplida, pareciera bien explicar el proceso de debacle institucional -y judicial- que ha vivido el país desde 2020. Porque así como José Adán Aguerri, entonces Presidente del COSEP defendía a ultranza el orteguismo allende 2013, hoy, en Guatemala pasa exactamente lo mismo… (Continuará)

Élites, poder económico y poder político (Parte 7)
30
Director del Área Política de Fundación Libertad y Desarrollo. Licenciado en Ciencia Política, catedrático y analista político en el programa Sin Filtro de Guatevisión.
26 Abr 2022

Tal y como ha ocurrido en actos anteriores de esta tragicomedia, la necedad de los unos probaría ser el aliado ideal para el inmovilismo de los otros.

 

El 2 de junio de 2016, salió a la luz Cooptación del Estado, el caso que retrató la realidad de un Estado capturado, donde el ejercicio del poder sirve -casi de forma exclusiva- como medio para acceder a rentas ilícitas. En este sistema, el soborno constituye el combustible que propulsa la mayoría de los procesos públicos, algo así como hace el trifosfato de adenosina -ATP- en el metabolismo celular. Mientras que el financiamiento político se entiende como la necesaria inversión para acceder a la fiesta de los negocios.

Aún sin que el polvo se hubiese terminado de asentar, una semana después, dio inicio el Diálogo para la Reforma al Sector Justicia, un esfuerzo que pretendía construir sobre el momentum de la depuración. Y al igual que en otros procesos de reforma, existía consenso sobre las falencias del sistema que requerían atención: 1) el agotamiento del modelo corporativista de Comisiones de Postulación; 2) reducir la politización mediante recetas que privilegien la carrera judicial; y 3) revisar la integración, plazos y funciones de las autoridades judiciales. Sin embargo, tal y como ha ocurrido en actos anteriores de esta tragicomedia, la necedad de los unos probaría ser el aliado ideal para el inmovilismo de los otros.

Desde un inicio, era evidente la incomodidad de las élites con la mera idea de una reforma constitucional. En 2012, su asimétrica relación de manita sudada con Pérez Molina sufrió una leve escaldadura cuando este último intentó promover su propia reforma judicial. Pero, en junio 2016, ante el poder que entonces ejercía Batman sobre Gotham, y la legitimidad generalizada del proceso anticorrupción, la élite no sólo se sumó al esfuerzo, sino también, asumió un rol propositivo. No obstante, la propuesta de reforma sobre “justicia indígena” abrió los flancos para que el McCarthismo y el statu quo se hicieran presentes.

Si bien San Friedrich von Hayek, en su Epístola “Derecho, Legislación y Libertad”, enfatiza la tautología liberal de reconocer múltiples fuentes de derecho, en nuestras latitudes, el pluralismo jurídico se entendía como comunismo. De la influencia del austriaco sobre la élite podemos decir lo siguiente: encontramos a quienes dicen haber leído a Hayek pero que evidentemente no lo entendieron; a un segundo grupo que citan sus frases cuando conviene (fiscal o regulatoriamente) pero olvidan el resto cuando no conviene; y, por último, a un pequeño grupo (de chairos) que por adoptar un hayekianismo más holístico, terminan convirtiéndose en voces disonantes dentro del autoritario -e iliberal- mundo del liberalismo ala tortrix.

Lo cierto es que entre la incapacidad (y mucha soberbia) de los promotores de si quiera explicar los límites y alcances de la propuesta, y los miedos al avance de la agenda indígena en Guatemala, la élite cerró filas y retiró su apoyo al esfuerzo de reforma. Hay quienes dicen que la obnubilada necedad por introducir la justicia indígena fue el inicio del fin. Probablemente. Pero lo cierto es que aún sin ese tema, me resulta difícil pensar que la élite acompañaría -hasta el final- una reforma constitucional.

Sin ir tan lejos, atrás de los miedos por el pluralismo jurídico, ya se escuchaban ideas que buscaban traer al suelo otras propuestas. Por ejemplo, ante la creación de un Consejo de la Judicatura (necesario para todo sistema de carrera judicial), algunos eruditos del republicanismo esbozaban barrocas incoherencias como que “una República consta de tres poderes por lo que un Consejo de Justicia rompería ese arreglo”. De ahí que, como ocurrió con las Reformas de 1999 o con el mismo Pacto Fiscal del 2000, seguramente -tarde o temprano, con o sin derecho indígena de por medio- la élite se hubiese bajado del barco.

Lo peor de la trama es que la élite terminó defendiendo un sistema donde su influencia es cada vez menor. De aquella generación de las vacas sagradas, hoy no son ni tres los altos togados vinculados a la élite. Por el contrario, la universidad pública, las privadas de reciente creación y el Colegio profesional son espacios donde no sólo carecen de influencia directa, sino además, existe una aura anti-elitista. No olvidemos que las redes de los reyes del tenis et al surgieron como respuesta a que en el sistema “ya estaban cabales”.

Justamente por esos días empezaba a escucharse la frase de “nos van a convertir en Nicaragua”, que cual profecía auto-cumplida, pareciera bien explicar el proceso de debacle institucional -y judicial- que ha vivido el país desde 2020. Porque así como José Adán Aguerri, entonces Presidente del COSEP defendía a ultranza el orteguismo allende 2013, hoy, en Guatemala pasa exactamente lo mismo… (Continuará)

From the end of history to the clash of civilizations
113
Directora del área de Estudios Latinoamericanos de la Fundación Libertad y Desarrollo. Es licenciada en Historia egresada de la Universidad Central de Venezuela.
21 Abr 2022

Ciertamente, el idealismo beberá del mito del fin de la política, pero siempre estará la “roca muda” de la realidad para sepultar la fantasía y ser nuestro cable a tierra.

 

En 1992 Francis Fukuyama publicó el celebérrimo libro El fin de la historia y el último hombre, en donde (partiendo del idealismo alemán con la filosofía de la historia hegeliana y la tesis kantiana de la paz perpetua) sostenía que tras el fin de la Guerra Fría había culminado también la lucha ideológica y que el triunfo de la “libertad” (entendida como democracias liberales y economías abiertas), en tanto suerte de marco universal que todo el mundo abrazaría o aspiraría emular, comenzaría a ser el esquema en que las comunidades políticas y las naciones se entenderían.

Y tal vez los acontecimientos le daban la razón, ya que fuera de la guerra en los Balcanes y del genocidio en Ruanda, en los cuales la comunidad internacional actuó de forma modélica (de hecho, podría decirse que aquella fue la edad de oro del orden liberal internacional); el resto del mundo experimentaba una confianza inusitada en el futuro abrazando la democracia liberal y la liberación de los mercados.

A esta cándida tesis le sobrevino la contundente respuesta de su maestro, el gran pensador realista conservador Samuel P. Huntington, quien en 1993 publicaría un genial ensayo que luego en 1996 se convertiría en el libro intitulado El choque de civilizaciones, donde básicamente expone que el mundo unipolar resultante de la posguerra fría, decantaría en un choque inevitable entre valores culturales completamente distintos (e incluso opuestos) entre las naciones. Huntington advirtió de una forma casi clarividente los efectos negativos que tendría la globalización partiendo del hecho de condicionar las relaciones internacionales a un set de valores que cierta sociedad “vencedora” considera verdades universales: democracia, capitalismo, Derechos Humanos, Estado social, transparencia, defensa del medio ambiente, defensa de las minorías sexuales, etc.

En ese sentido, Huntington describe la existencia de nueve civilizaciones:

  • Subsahariana. Parte sur de África, que no incluye el norte musulmán (también llamado Magreb).
  • Latinoamericana. Curiosamente, Huntington no considera a nuestra región como parte de Occidente, a pesar de compartir idioma, religión y formas políticas (al menos desde el punto de vista formal y aspiracional).
  • Sinica. China
  • Hindú. India
  • Budista. Sudeste Asiático e Indochina.
  • Nipona. Japón
  • Occidental. Además de Estados Unidos y Europa occidental, interesantemente, también considera a Israel como parte de este grupo.
  • Ortodoxa. Rusia y Europa del Este.
  • Islámica. Medio oriente y norte de África.

 

A pesar de que esta clasificación tiene matices, cabe destacar que cinco años después de esta publicación, en 2001, ocurrieron los ataques terroristas del 9/11 en Estados Unidos y luego la larga y costosa ocupación occidental en Asia Central y Medio Oriente. También, para 2012, la esperanza que despertó la llamada “Primavera Árabe” se había esfumado, dando paso a la profundización de la crisis de legitimidad en esos países y a la consolidación de otros despotismos en esa región. Además, tenemos la autocratización de Rusia desde comienzos de este siglo y la consolidación de China como potencia económica de primer orden, sin contar la irrupción del populismo autoritario en América Latina.Todo esto comenzará a poner en tela de juicio la superioridad del modelo liberal occidental y a cuestionar si sus valores son exportables. 

Sobre esto, hace días el periodista canadiense David Brooks escribía en el New York Times, a propósito del fin de la globalización y el comienzo de las guerras culturales y ponía en relieve la tensión, o a veces el abierto rechazo, que causa en muchas naciones la imposición de valores ajenos a ellas.

Haciendo un ejercicio prospectivo, es factible afirmar que nos dirigimos hacia un nuevo orden internacional multipolar cuyo approach será más realista y donde probablemente las relaciones internacionales no estén ya condicionadas a valores sino que el enfoque será más acentuado en la soberanía. El hecho de que actualmente muchas de estas potencias tengan armas atómicas promete ser un gran disuasor para mantener la paz, aunque para asegurar esta tesis habría que estudiar al mundo antes de 1914 y aprender sus lecciones. 

Ciertamente el idealismo beberá del mito del fin de la política, pero siempre estará la “roca muda” de la realidad para sepultar la fantasía y ser nuestro cable a tierra.

Del fin de la historia al choque de civilizaciones
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Directora del área de Estudios Latinoamericanos de la Fundación Libertad y Desarrollo. Es licenciada en Historia egresada de la Universidad Central de Venezuela.
21 Abr 2022

Ciertamente, el idealismo beberá del mito del fin de la política, pero siempre estará la “roca muda” de la realidad para sepultar la fantasía y ser nuestro cable a tierra.

 

En 1992 Francis Fukuyama publicó el celebérrimo libro El fin de la historia y el último hombre, en donde (partiendo del idealismo alemán con la filosofía de la historia hegeliana y la tesis kantiana de la paz perpetua) sostenía que tras el fin de la Guerra Fría había culminado también la lucha ideológica y que el triunfo de la “libertad” (entendida como democracias liberales y economías abiertas), en tanto suerte de marco universal que todo el mundo abrazaría o aspiraría emular, comenzaría a ser el esquema en que las comunidades políticas y las naciones se entenderían.

Y tal vez los acontecimientos le daban la razón, ya que fuera de la guerra en los Balcanes y del genocidio en Ruanda, en los cuales la comunidad internacional actuó de forma modélica (de hecho, podría decirse que aquella fue la edad de oro del orden liberal internacional); el resto del mundo experimentaba una confianza inusitada en el futuro abrazando la democracia liberal y la liberación de los mercados.

A esta cándida tesis le sobrevino la contundente respuesta de su maestro, el gran pensador realista conservador Samuel P. Huntington, quien en 1993 publicaría un genial ensayo que luego en 1996 se convertiría en el libro intitulado El choque de civilizaciones, donde básicamente expone que el mundo unipolar resultante de la posguerra fría, decantaría en un choque inevitable entre valores culturales completamente distintos (e incluso opuestos) entre las naciones. Huntington advirtió de una forma casi clarividente los efectos negativos que tendría la globalización partiendo del hecho de condicionar las relaciones internacionales a un set de valores que cierta sociedad “vencedora” considera verdades universales: democracia, capitalismo, Derechos Humanos, Estado social, transparencia, defensa del medio ambiente, defensa de las minorías sexuales, etc.

En ese sentido, Huntington describe la existencia de nueve civilizaciones:

  • Subsahariana. Parte sur de África, que no incluye el norte musulmán (también llamado Magreb).
  • Latinoamericana. Curiosamente, Huntington no considera a nuestra región como parte de Occidente, a pesar de compartir idioma, religión y formas políticas (al menos desde el punto de vista formal y aspiracional).
  • Sinica. China
  • Hindú. India
  • Budista. Sudeste Asiático e Indochina.
  • Nipona. Japón
  • Occidental. Además de Estados Unidos y Europa occidental, interesantemente, también considera a Israel como parte de este grupo.
  • Ortodoxa. Rusia y Europa del Este.
  • Islámica. Medio oriente y norte de África.

 

A pesar de que esta clasificación tiene matices, cabe destacar que cinco años después de esta publicación, en 2001, ocurrieron los ataques terroristas del 9/11 en Estados Unidos y luego la larga y costosa ocupación occidental en Asia Central y Medio Oriente. También, para 2012, la esperanza que despertó la llamada “Primavera Árabe” se había esfumado, dando paso a la profundización de la crisis de legitimidad en esos países y a la consolidación de otros despotismos en esa región. Además, tenemos la autocratización de Rusia desde comienzos de este siglo y la consolidación de China como potencia económica de primer orden, sin contar la irrupción del populismo autoritario en América Latina. Todo esto comenzará a poner en tela de juicio la superioridad del modelo liberal occidental y a cuestionar si sus valores son exportables. 

Sobre esto, hace días el periodista canadiense David Brooks escribía en el New York Times, a propósito del fin de la globalización y el comienzo de las guerras culturales y ponía en relieve la tensión, o a veces el abierto rechazo, que causa en muchas naciones la imposición de valores ajenos a ellas.

Haciendo un ejercicio prospectivo, es factible afirmar que nos dirigimos hacia un nuevo orden internacional multipolar cuyo approach será más realista y donde probablemente las relaciones internacionales no estén ya condicionadas a valores sino que el enfoque será más acentuado en la soberanía. El hecho de que actualmente muchas de estas potencias tengan armas atómicas promete ser un gran disuasor para mantener la paz, aunque para asegurar esta tesis habría que estudiar al mundo antes de 1914 y aprender sus lecciones. 

Ciertamente el idealismo beberá del mito del fin de la política, pero siempre estará la “roca muda” de la realidad para sepultar la fantasía y ser nuestro cable a tierra.

Elites, economic power and political power (Part 6)
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Director del Área Política de Fundación Libertad y Desarrollo. Licenciado en Ciencia Política, catedrático y analista político en el programa Sin Filtro de Guatevisión.
18 Abr 2022

Si bien, en algunos espacios “no se hacía nada ilegal”, pues eso tampoco implica que hicieran las cosas correctas.

Hoy -y las siguientes semanas- retomaré el ejercicio de esbozar un marco explicativo sobre el papel que han jugado las élites tradicionales en la arena política durante la última década, particularmente, en su relación con el patrimonialismo, la lucha contra la corrupción y -recientemente- la debacle institucional.

Hemos hablado como la consolidación del patrimonialismo (que institucionaliza la corrupción y el tráfico de influencias) generó el surgimiento de una élite emergente, con autonomía y -en algunos casos- con mayor poder político y económico que la tradicional. Y aunque no todos lo veían, esa autonomía era la gran amenaza para el poder tradicional. De ahí el miedo hacia Baldizón. Hemos hablado también cómo los eventos ocurridos a partir de abril 2015 constituyeron el esfuerzo más importante por romper ese aparato corrupto, y cómo, aunque de forma timorata, a destiempo y con interpretaciones de iletrados conspiranóicos, las élites se alineaban con el espíritu del tiempo, apoyando la depuración (o justicia selectiva), impulsando reformas normativas (chairas) y solicitando “ampliar las investigaciones” (ouch!!!). 

En esta trama, el primer punto de quiebre ocurrió el 2 de junio de 2016. En el estreno de la segunda temporada de El Mecanismo, y gracias a la ampliación de la investigación de La Línea (careful what you wish for) se reveló que existía una compleja red erigida para tomar control de instituciones, asegurar eficiencia en el cobro de sobornos y facilitar el lavado de activos. A este caso se le conoció como “Cooptación del Estado”. Si bien el foco de este giraba en relación con la ex-pareja presidencial y sus allegados, una línea tangencial del mismo abrió lo que probaría ser la verdadera caja de pandora.

El análisis financiero del Grupo Estrella (sociedades utilizadas por la expareja presidencial para captar sobornos), revelaba la existencia de pagos provenientes de empresarios tradicionales, sin una lógica comercial. El testimonio de Monzón y documentos ubicados en los allanamientos del 16 de abril indicaban que esos pagos constituían donaciones para la campaña 2011, que si bien se realizaron con dinero lícito, se hicieron sin cumplir con los requisitos de la Ley, particularmente, la transparencia y el debido registro.

A nivel nacional, el caso generó un shock puesto que por primera vez se mostró una fotografía panorámica del sistema patrimonialista: financiar campañas compra acceso a negocios; los negocios públicos tienen como aceite el soborno; y el ejercicio del poder en el país no es más que la búsqueda de rentas ilegales.

A partir de ese día, los semblantes y las actitudes cambiaron. El nerviosismo, la tensión y la conspiranoia aparecieron. Algunos muchachos, que justamente se encontraban cabildeando en Ginebra y Bruselas, aceleraron su retorno a Guatemala. Desde entonces se rompió la regla “que cada quien pague los elotes que se comió” y empezó a ganar la lógica tribal de desprestigiar a quien gritaba -con análisis financiero en mano- que el rey caminaba desnudo. Otros, incluso, con las de cocodrilo en las mejillas, pedían clemencia. Eso sí, todo sucedía hasta que alguna línea de investigación empezaba a inquietarles. ¡Nunca antes!

La informal cúpula de cúpulas, de la cual no hay consenso sobre número exacto, buscó una salida directa. En septiembre, en un coctel privado -como se diría en buen chapín- pidieron cacao y ofrecieron un quid pro quo: Arrepentimiento, promesa de no volver a hacerlo y apoyo a la reforma al sector justicia, a cambio de la absolución. Mientras eso ocurría, en juntas y comités se engendraban aquellos argumentos barrocos que imperarían en años por venir: “Que la lucha contra la corrupción ahuyentaba la inversión.” “Que los casos de alto impacto afectaban la certeza jurídica y la economía.” “Que los comunistas aquí y allá…”

Era la oportunidad para un viraje trascendental en la vida del país. Un compromiso por romper el aparato patrimonialista que si bien, genera beneficios, en el largo plazo amenaza con suplantar a los tradicionales por los emergentes. Se abría la oportunidad para Pacto de Élites para refundar la institucionalidad pública. Pero no. Porque implicaba reconocer las culpas de las navidades pasadas. Y si bien, en algunos espacios “no se hacía nada ilegal”, pues eso tampoco implica que hicieran las cosas correctas… (continuará)