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Subsidio al gas

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Dos meses de subsidio no harán la diferencia. 

El precio de las energías fósiles ha aumentado de manera importante durante el último año. Esto se debe a múltiples factores. Por el lado de la demanda, la recuperación económica impulsada por el relajamiento de las restricciones de la pandemia hace que la demanda de energía haya repuntado llevando consigo los precios al alza.

Por el lado de la oferta, los altos precios no han traído aparejado un incremento igual en la producción por diversas razones. Los expertos apuntan a que hay un éxodo de inversiones de los petróleos de gas y petróleo en respuesta a las agendas de los gobiernos de las naciones ricas que apuestan por un futuro en el que no exista dependencia de los combustibles fósiles. Esto hace que la oferta no incremente al ritmo que los altos precios lo harían en otras condiciones.

El conflicto en Ucrania agrega una incertidumbre a los precios de la energía, pero independientemente de este conflicto todos los diarios y expertos en materia económica ya nos advertían del encarecimiento del gas y el petróleo.

Guatemala es un país importador neto de gas y petróleo y por lo tanto espectador de estos fenómenos cuyas consecuencias ya se dejan sentir. Hace un año el cilindro de gas de 25 libras se cotizaba a Q116 y en noviembre de 2021 estaba a Q142. El galón de gasolina super se compraba al 14 de febrero de Q33.22 en la capital y hace un año se compraba a Q25.53.

El Congreso de la República respondió al alza del gas natural con el decreto 15-2021 mediante el cual otorgó un subsidio de Q8.00 al cilindro de 10 libras, de Q16.00 al cilindro de 20 libras, de Q20.00 al cilindro de 25 libras y de Q28.00 al cilindro de 35 libras. Con el subsidio el cilindro de 25 libras bajó Q20 de Q142 a Q122.

De acuerdo con el decreto 15-2021, el subsidio era por tres meses y finalizaría el 28 de febrero de 2022, o sea, hoy. El Congreso introdujo a la carrera la iniciativa de ley 6034 que disponía prorrogar dicho subsidio por dos meses más en la sesión del pasado 23 de febrero pasado, pero no obtuvo los votos necesarios para aprobarla en una sola sesión de urgencia nacional.

Cabe preguntarse si la solución a una subida de precios en el mercado internacional será un subsidio con todo lo que esto implica. Los subsidios son siempre transferencias de un sector a otro y esto tiene costos. En segundo lugar, los subsidios pueden generar incentivos perversos si su modo de implementación no es el adecuado. La intervención del diputado Arzú Escobar parecía sugerir que alguna empresa reaccionó subiendo precios al ver que se aprobaría el subsidio, por ejemplo.

Es inaceptable que el Congreso pretenda prorrogar un subsidio sin ofrecer una evaluación los méritos de la implementación del decreto 15-2021. Los precios del gas, termine pronto o no el conflicto en Ucrania, continuarán altos por mucho tiempo. Dos meses de subsidio no harán la diferencia.

Cabe preguntarse si no sería más lógico apostar a una discusión más estructural como, ¿qué barreras de importación u operación podría removerse para que baje el costo de operar una compañía de gas y esto se refleje en un mayor dinamismo económico y por tanto en precios menores?

 

Por otra parte, parece más razonable la propuesta del unionismo de exonerar temporalmente el Impuesto a Productos Derivados del Petróleo en el caso de la gasolina y diésel. Dado que se paga un impuesto fijo de Q4.70 por galón de super y Q4.60 por galón de gasolina, haría alguna diferencia. El erario no se vería afectado considerablemente si además consideramos que el combustible de por sí paga el 12% de IVA de importación con lo cual la recaudación por este rubro ha de ser mayor ahora que la factura petrolera ha aumentado.

Una apuesta muy riesgosa

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A este capital no le interesa las relaciones internacionales ni la proyección comercial, puesto que su negocio es el saqueo y no la verdadera generación de riqueza.

 

En 2015, cuando los ojos de la ciudadanía aún eran vírgenes, CICIG presentó un informe sobre el financiamiento de la política en Guatemala. La investigación permitió concluir que un 50% de los recursos utilizados en campaña electoral proviene de la corrupción; otro 25% del crimen organizado; mientras que tan solo la cuarta parte proviene de los financistas privados de origen lícito y legítimo.

Dado que no contamos con estudios de años anteriores, resulta imposible hacer un análisis histórico. Sin embargo, es un secreto a sotto voce que con el paso de los años, y especialmente a partir del 2000, el peso relativo de los capitales emergentes (corrupción y crimen organizado) ha venido en aumento.

No obstante, la ofensiva anti-corrupción 2015-2017 vino a alterar los mapas de poder y a reordenar alianzas. En medio de los miedos -legítimos e ilegítimos- generados a raíz de la acción penal sin precedentes, junto a los vientos de cambio que imperaban en el país, la élite se integró a una alianza variopinta con capitales emergentes de dudosa procedencia. El objetivo era poner fin al mandato de la CICIG, detener el avance de los casos judiciales, recuperar control del sistema de justicia, disciplinar a la disidencia, limitar los espacios de oposición, etc.

Incluso, en el proceso de integrar esa alianza, ni siquiera molestó la idea de sumar esfuerzos con personajes que entre 2000 y 2004 (durante la administración FRG) abiertamente atentaron contra sus intereses empresariales. Sin embargo, tal y como demuestra la estasiología y la historia, una vez alcanzados los objetivos originales de un movimiento o alianza política, las fisuras y conflictos internos, afloran con velocidad, mas cuando los intereses de unos y otros empiezan a resultar contradictorios.

Para el capital emergente proveniente de la corrupción, la receta es sencilla: Acceso a fondos públicos y opacidad en el gasto para mantener abiertos los chorros del saqueo. En el proceso, sus chequeras se incrementan a velocidad de vértigo, e incluso, se vuelven autónomas. El ciclo del negocio es sencillo: financiar campañas para acceder a los negocios y favores de lo público. Ni más ni menos.

A este capital no le interesa las relaciones internacionales ni la proyección comercial, puesto que su negocio es el saqueo y no la verdadera generación de riqueza. Tampoco le interesa la imagen-país o las calificaciones de riesgo, puesto que el interés tampoco es la atracción de inversión o el crecimiento económico. Peor aún, conforme el mounstro continúa alimentándose a manos llenas, la principal externalidad que genera es agudizar aún más la disfuncionalidad del aparato estatal.

De ahí que la agenda statu quo sirva un interés de cortísimo plazo, mas no de largo plazo. Sin crecimiento económico, por la vía de la atracción de inversión y una mayor incorporación del país a la economía global, el principal producto de exportación de Guatemala seguirá siendo seres humanos. Sin un sistema público mínimamente funcional, el riesgo del descontento social estará a la vuelta de la esquina. En la falta de oportunidades y el descontento está la causa detrás de los 450,000 votos de Thelma Cabrera en el 2019.

Pensar en un cambio de rumbo por la vía democrática, cada vez parece más lejano. Para muestra, desde 2007, las élites tradicionales no han tenido un proyecto político propio, y han terminado sumándose a proyectos de alguien más. Y si bien la convergencia de intereses ha estado ahí, la verdad es que cada día su peso relativo en la mesa es menor. En 2017, la narrativa de “Vamos rumbo a convertirnos en Nicaragua” sirvió de motivador para integrarse a esa alianza variopinta. La paradoja de la historia es que en Nicaragua está la señal de alerta de todo lo que puede salir mal: No olviden que el mismo sistema y régimen que la cúpula nicaragüense defendía a capa y espada allende 2013, fue el que les persiguió y encarceló en 2021.

Los requisitos para ser fiscal general

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Lo que planteo en esta columna es un debate sobre los aspectos jurídicos de la cuestión, mismos que van más allá de la elección de fiscal general actual.

 

El pasado viernes nos enteramos de que la Corte de Constitucionalidad (CC), en un auto en que resolvió otorgar un amparo provisional (expediente 833-2022), determinó que la comisión de postulación (la CP, en lo sucesivo) debe verificar que cada aspirante a fiscal general (FG) haya:

“…desempeñado un periodo completo como magistrado de la Corte de Apelaciones o de los tribunales colegiados que tengan la misma calidad, o haber ejercido la profesión de abogado por más de diez años, tiempo en el que no se comprende el o los periodos en los que se haya ejercido el cargo de Juez, porque, conforme a la norma citada, quienes pueden acceder a dicho cargo por razón de haber ejercido la judicatura son únicamente los que la hubieren desempeñado como magistrados de Salas y otros Tribunales de la misma categoría durante el tiempo previsto en el mismo precepto”. (Resaltado propio)

Naturalmente hay consideraciones de orden político que se pueden hacer al respecto. En este espacio no pretendo abordarlas. Propongo pasar un examen a dos aspectos jurídicos que considero relevantes al caso.

Primer aspecto: desdén por el precedente. En 2014, en los expedientes acumulados 4645, 4646 y 4647-2014, la CC literalmente resolvió que “…no existe fundamento para distinguir, en lo que atañe a los requisitos para optar a la magistratura, entre quienes ejercen jurisdicción y quienes desempeñan en forma independiente la profesión…” y que “…debe entenderse que la Constitución, en los artículos 216 y 217, al aludir al ejercicio de la función jurisdiccional y al ejercicio de la profesión de abogado, no se refiere a dos requisitos excluyentes entre sí, sino a los distintos ámbitos en los que puede ejercerse la profesión”. (Subrayado propio)

Precisamente el quid de la cuestión en ese caso era si la CP para magistrados a Corte Suprema de Justicia debía considerar tanto el ejercicio de la profesión como el de la judicatura a efecto de los requisitos de experiencia profesional que exige la Constitución. En aquella oportunidad la CC razonó que sí y ahora desdice lo entonces expuesto. En todo caso, la CC debió razonar y explicar el cambio de interpretación. Esto es un problema recurrente en la CC.

Segundo aspecto: la falta de una explícita técnica interpretativa por parte del tribunal constitucional. Este es un problema sistémico de la Corte y que en este caso puntual nos hace ver sus problemas derivados. Algunos sugieren zanjar problemas como este acudiendo a las reglas interpretativas de la Ley del Organismo Judicial.

¿Por qué acudir a normas de rango inferior para hacer interpretación constitucional? ¿acaso se considera que la LOJ constituye parte de la “constitución material”? Claramente no. Hay que tener en cuenta que el artículo 2 de la Ley de amparo exige interpretar sus disposiciones de manera extensiva y procurando el respeto a los derechos humanos y que el artículo 42 manda que el tribunal de amparo “Con base en las consideraciones anteriores y aportando su propio análisis doctrinal y jurisprudencial, pronunciará sentencia, interpretando siempre en forma extensiva la Constitución…” (Resaltado propio).

Tampoco acudir al diccionario de la lengua española o a diccionarios jurídicos es una salida, aunque la Corte a menudo incurre en esta práctica. Hablamos de interpretar la Constitución, no de un instructivo para ensamblar una máquina. La Constitución está llena de conceptos históricos, políticos, ideológicos, etc., y las cláusulas de la Constitución apenas marcan parámetros generales que deben ser llenados de sentido por el juez constitucional. Esto exige considerar que lo expresado por la Constitución se interprete al contexto y valores de la Constitución misma.

Harto conocida es la jurisprudencia de que la Constitución debe interpretarse de forma armónica y nunca interpretando sus disposiciones de manera aislada (expediente 280-1990), por ejemplo. En tal sentido, la sentencia de 2014 parecía caminar en esa dirección. Asimismo, ante varias interpretaciones posibles de la norma constitucional debería primar aquella que mejor incorpore los principios y valores de la Constitución y demás instrumentos internacionales sobre derechos humanos recogen.

Una interpretación tan reduccionista como la sugerida por la CC puede crear otros problemas. ¿Son los fiscales, cual sea su rango dentro de la carrera fiscal, elegibles si han cumplido diez años de experiencia como fiscales? Dado que la CC alude de manera estrecha al ejercicio de la “abogacía”, no queda claro si un fiscal de carrera que ha ocupado el puesto por más de diez años es elegible o no porque no ejerce la abogacía en sentido estricto. Tampoco la resolución ayuda a despejar qué debe entenderse como tal.

Al fin y al cabo, al parecer la exigencia constitucional de experiencia parece buscar que el aspirante tenga un mínimo de experiencia en la materia. Bajo esta interpretación, podría darse que una persona que ha fungido como juez del ramo penal por veinte años tenga vedada la posibilidad de ser fiscal general en tanto que un abogado que ejerce en el ramo comercial durante diez años sí pueda optar al cargo. No parece una interpretación congruente, pero esa sería una consecuencia de dicha interpretación.

Se han planteado cuestiones similares en otras jurisdicciones. En Colombia, por ejemplo, surgió una duda sobre la expresión “haber ejercido” la abogacía con motivo de la Ley Estatutaria de la Administración de Justicia (Ley 270 de 1996). Al respecto, el Consejo de Estado resolvió:

“La exigencia de haber ejercido con buen crédito la profesión de abogado por un lapso de diez (10) años, lo que en el fondo persigue, es que el elegido goce de una experiencia profesional adecuada en materia jurídica, que le permita desempeñar con acierto las funciones del respectivo cargo. Experiencia que se logra no solo actuando el abogado en representación de litigantes ante los estrados judiciales -criterio superado-, sino en otras: actividades donde el profesional del derecho ponga en práctica sus conocimientos académicos” (Colombia. Sentencia 1628 de 1997 Consejo de Estado. Resaltado propio).

Entiendo que hoy interesa más esta resolución por sus consecuencias en la coyuntura. No me cabe duda de que habrá espacios para analizar a quién perjudica o a quién beneficia, pero no pretendo entrar en esa cuestión para no condicionar el debate jurídico a esos aspectos coyunturales. Sin embargo, lo que planteo en esta columna es un debate sobre los aspectos jurídicos de la cuestión, mismos que van más allá de la elección de fiscal general actual.

Sobre la cultura de la cancelación

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Este no es un fenómeno nuevo, ni siquiera del siglo XX

 

En años recientes, el tema de la corrección política y la cultura de la cancelación ha inundado mesas de debate y ha puesto en tela de juicio a uno de los pilares fundamentales de la modernidad occidental: la libertad de expresión. Ciertamente, la creciente polarización sigue crispando el ágora pública y los espacios de diálogo que antes solían ser más abiertos, están cerrándose cada vez más en burbujas de pensamiento homogéneo.

Si una figura pública hace o dice algo que un grupo considera “ofensivo”, de inmediato se enciende como pólvora un linchamiento moral, atizado por las redes sociales y luego por los medios de comunicación. De allí comienzan los llamados a “cancelar” a la persona, es decir, a boicotear su carrera y acabar con su prestigio. Puede que la persona ofrezca disculpas, pero ya el daño está hecho, y habrá pasado a ser un paria social.

Pareciera que este es un fenómeno reciente que tiene que ver con la llamada “cultura woke” y con el sector liberal-progresista, pero recordemos que, hace más de medio siglo, en la década de los sesentas, cuando a John Lennon se le ocurrió decir que los Beatles “eran más populares que Jesús” o cuando Susan Sontag escribió que “la raza blanca era el cáncer de la historia humana”; desataron una polémica enorme y sufrieron un boicot temible por parte de los sectores conservadores y religiosos, que también pidieron retirar sus obras del mercado y del consumo popular. Tampoco olvidemos en la década de los noventas, cuando la cantante irlandesa Sinead O’Connor rompió una fotografía de Juan Pablo II en plena presentación de Saturday Night Live, recibió un rechazo tan abrumador por parte de la comunidad católica norteamericana que su carrera musical nunca más pudo recuperarse y desde entonces desapareció del ojo público.

De manera que este no es un fenómeno nuevo, ni siquiera del siglo XX. De hecho, el pensador francés Alexis de Tocqueville en su obra del año 1835, La democracia en América, asoma las siguientes reflexiones sobre la actuación de las mayorías en la opinión pública en Estados Unidos:

“En Norteamérica, la mayoría traza un círculo formidable en torno al pensamiento. Dentro de ese límite el escritor es libre, pero ¡ay, si se atreve a salir de él! No es que tenga que temer un auto de fe, pero estará amargado por los sinsabores de toda clase de persecuciones todos los días. La carrera le queda cerrada: ofendió al único poder que tiene la facultad de abrírsela. Se le rehúsa todo, hasta la gloria. Antes de publicar sus opiniones, creía tener partidarios; le parece que los tiene ya, ahora que se ha descubierto a todos; porque quienes lo censuran se expresan en voz alta, y quienes piensan como él, sin tener su valor, se callan y se alejan. Cede, se inclina, en fin, bajo el esfuerzo de cada día y se encierra en el silencio, como si experimentara remordimientos por haber dicho la verdad.

Cadenas y verdugos, esos eran los instrumentos groseros que empleaba antaño la tiranía; pero en nuestros días la civilización ha perfeccionado hasta el despotismo, del que parecía no tener ya nada que aprender (…)

El señor no dice ya: «pensaréis como yo o moriréis»; dice: «Sois libres de no pensar como yo: vuestra vida, vuestros bienes, todo lo conservaréis, pero desde este día sois un extranjero entre nosotros…»”

En esta cita, Tocqueville hace una importante precisión, pues si bien la primera enmienda de la Constitución estadounidense consagra la protección a los ciudadanos de no ser encarcelados ni reprimidos por expresar sus opiniones, pareciera que eso no los exime de asumir el costo de ir en contra de la mayoría: la exclusión del grupo social.

Si la descripción de Tocqueville de la vida newyorkina del siglo XIX recuerda a la cultura de la cancelación del siglo XXI, probablemente hay algo más profundo que debamos analizar en torno a la democracia. Tal vez el fenómeno de la cultura de la cancelación es producto de un cambio generacional, de un cambio en los valores e ideas de una sociedad que opera dentro de un sistema democrático. Un sistema donde la actitud intolerante de las mayorías circunstanciales en la opinión pública siempre buscará imponer sus valores frente a cualquier disenso.

Es decir, el problema es que hoy, la mayoría son los otros.

 

It's the economy, stupid…

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Entre otras muchas cosas más

 

Un candidato es un vendedor de esperanzas y promesas. En eso se resume el arte de ganar una elección. 

Por ello, todo diseño de una campaña electoral debe partir entonces de entender qué afecta al votante y qué esperanzas y promesas le resultan atractivas a la luz de su situación. De ahí entonces que conducir una campaña electoral sin investigación social (encuestas, focus groups, etc.) que la sustente, es como intentar navegar en alta mar sin brújula ni mapa.

Desde finales de 2020, los diferentes estudios de opinión pública nos cuentan una misma historia: prácticamente 2 de cada 3 guatemaltecos no está contento con el rumbo del país. Peor aún, desde 2015 a la fecha, la sensación de pesimismo generalizado sólo viene en aumento.

Las razones no son nuevas. Desde que tengo memoria, para el votante chapín la falta de empleo, el alto costo de vida, la violencia e inseguridad, además de la corrupción, son los problemas que más afectan al país. La diferencia está en que desde 2020, las menciones económicas (tanto la falta de empleo como el alto costo de vida) se duplicaron en comparación con años anteriores. Nada sorprendente, dado el impacto económico y laboral de la pandemia y -ahora- la crisis inflacionaria que se vive a nivel global. De ahí que ese sea el campo más fértil para sembrar esperanzas y promesas de cara a las elecciones 2023.

En Guatemala, con una tradición partidaria débil, el debate sobre política económica ha estado ausente en las últimas elecciones. Bueno, lo que sí han sobrado son las meras promesas bien empaquetadas: en 2007, Álvaro Colom y la UNE hablaban de crear 703,000 empleos; en 2011, el Patriota triunfó con un slogan -bastante pegajoso- de seguridad y empleo. En 2015 y 2019, la temática fue otra.

Pero ahora, el debate empieza a circunscribirse sobre ciertos temas más concretos.

La temática energética, el polvorín sobre el que descansa Guatemala, ha sido durante años la bandera política del MLP y su discurso anti-sistema. Pero en días recientes, hemos visto a Roberto Arzú romper con el cartel ideológico y hablar de “energía gratuita” y subsidios. El discurso no es accidente ni locura improvisada, sino un diseño basado seguramente en investigación social.

Entre robarse la salida y conectar con un tema que afecta de forma tan sensible el bolsillo del votante, dos precandidatos en los extremos ideológicos empiezan a definir el tablero discursivo de la elección.  

Sin embargo, tampoco hay que creer que sólo con empaquetar bien una promesa se gana la elección. En Guatemala, vemos que el votante tiene ciertas características que no pueden obviarse. Por ejemplo, con una tradición religiosa muy arraigada, la vinculación de los valores cristianos en política es bien visto. El gusto por la mano dura, la desconfianza hacia el poder, el rechazo generalizado al sistema y a todo lo que represente continuidad, pero con evidente miedo hacia el cambio abrupto, el votante guatemalteco es complejo de perfilar.

Selección del fiscal general

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El procedimiento que establece la ley es imperfecto y confío en que harán su mejor esfuerzo con esas condiciones. A la ciudadanía le corresponde fiscalizar el proceso.

 

La comisión de postulación conformada, de acuerdo con lo dispuesto por la Constitución, por los 12 decanos de las facultades de derecho del país, presidente del Tribunal de Honor y presidente de Junta Directiva del Colegio de Abogados (CANG) y presidenta de la Corte Suprema de Justicia (CSJ) han definido la convocatoria y perfil ideal para la selección del próximo fiscal general. 

Los interesados deben presentar sus expedientes con la papelería requerida del 11 al 21 de febrero de 2022. Los requisitos parten de lo dispuesto por la Constitución: ser guatemalteco de origen, abogado colegiado activo, de reconocida honorabilidad, mayor de cuarenta años, haber desempeñado un periodo completo como magistrado de Corte de Apelaciones o haber ejercido la profesión de abogado por más de diez años. 

Adicional a esto, se exigen una serie de documentos como constancias de carencia antecedentes penales y policiacos, constancias de carencia de sanciones en el Colegio de Abogados y en otras instancias relevantes. 

Asimismo, se establecieron algunas cuestiones éticas adicionales como que el aspirante no haya abusado de su posición como funcionario para favorecer con contratos a familiares o amigos, que no haya conocido litigios o resuelto procesos en los cuales el Sistema Interamericano de Protección de Derechos Humanos o del Sistema de Naciones Unidos haya señalado violaciones a derechos humanos o que no haya representado o asesorado “en forma habitual” a personas vinculadas al crimen organizado, narcotráfico, lavado de dinero, fraude, entre otros. 

Sobre estos últimos requisitos algunos han cuestionado el último requisito precisamente bajo el entendido que no se debe castigar al abogado con las causas que patrocina. Ciertamente se trata de un requisito presente al menos desde el proceso de fiscal general de 2010.

El requisito “en forma habitual” otorga cierto margen de discreción para analizar el caso concreto. Me parece que es una forma (quizá imperfecta) de abordar un eventual conflicto de interés. Es relevante en todo caso que los aspirantes demuestren su experiencia en el ramo penal y presenten evidencias al respecto. 

Es relevante para la comisión de postulación conocer si el aspirante tiene interés como defensor de personas ligadas a delitos de crimen organizado y narcotráfico y es comprensible que sea un factor para tomar una decisión sobre la conveniencia o no de su inclusión en la lista de elegibles.

Como he comentado antes, esta comisión de postulación compuesta principalmente por los decanos de las facultades de derecho tendrá la titánica tarea de confeccionar la lista de 6 elegibles de la cual elegirá el presidente al próximo fiscal general. El procedimiento que establece la ley es imperfecto y confío en que harán su mejor esfuerzo con esas condiciones. A la ciudadanía le corresponde fiscalizar el proceso.

 

La Guerra Fría del siglo XXI

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Nuestra libertad está amenazada

 

El final de la segunda guerra mundial en 1945 marcó el inicio de una era de gran crecimiento económico  y  de  aumento en el bienestar de los países que triunfaron; los países fundados en los valores de occidente: libertad, Estado de Derecho, igualdad de oportunidades, responsabilidad individual. 

A partir de aquellos días, pero en especial,  a partir de la caída del muro de Berlín y el fin de la guerra fría en 1989, el mundo libre,  el hemisferio occidental, con escasos momentos de excepción, cayó en la trampa de la ingenuidad, la comodidad y la indiferencia para preservar y fortalecer los valores occidentales. Las élites  renunciaron a su responsabilidad de  defenderlos  pues  confundieron  la  libertad y la justicia con  privilegios.  Esta  es  en gran  medida, la causa del drama latinoamericano. 

El  comunismo  internacional y los  enemigos  de la libertad, ante el fracaso de sus doctrinas, de sus políticas y de sus economías, encontraron nuevas formas para hacer avanzar su agenda expansionista, autoritaria, intervencionista y totalitaria. Usan métodos tramposos, traicioneros y hasta criminales.

Desde los primeros días del Siglo XXI, en un mundo globalizado; en la era exponencial de la desinformación, de las "fake news" y de la inseguridad cibernética; con una   economía  global insuficiente y un creciente desencanto en la política, en los políticos y en la democracia; las formas y los métodos infames que usan los enemigos de occidente, los enemigos de la libertad han avanzado de manera peligrosa y efectiva.

Los campos de batalla dejaron de  ser el respeto a la ley, la constitución, el debate por las mejores ideas, por los mejores  métodos, por la búsqueda de la verdad. Hoy vivimos en las trampas del nacionalismo, del colectivismo, del populismo, de la mentira; vivimos tiempos de criminalización en la política; y en demasiados  países, tiempos de   democracias  falsas y elecciones de fachada. Por eso, nuestra libertad está amenazada. 

Los campos de batalla, en los que se  promueven  el  conflicto, la separación y la imposibilidad de alcanzar  acuerdos  son  hoy los  que provocan las  emociones y los prejuicios sobre la identidad de género, de raza, el  sexo, el cambio climático, la religión, la ideología.

Estos son los nuevos sujetos revolucionarios, en lugar del clásico discurso de la explotación capitalista contra la clase trabajadora. Y su caballo de Troya es la desigualdad social como instrumento político de  lucha de  clases  para culpar a la riqueza por la pobreza, cuando el problema es que  la  escalera social está paralizada y solo volverá a funcionar cuando tengamos más libertad, más certeza jurídica y economías activas y robustas.

Hemos permitido que los valores de occidente pierdan brillo. Pero también es cierto que eso que llaman el Club de Sao Paulo o el Grupo de Puebla, desde donde  conspiran  los  populistas  de  la extrema izquierda latinoamericana, son aliados e instrumento de China, Rusia y sus satélites en su misión por asfixiar las democracias y las libertades en América  Latina y tomar  control de  sus  economías, de sus recursos.

La guerra fría del Siglo XXI es entre Estados Unidos y China; y América Latina está en llamas y bajo ataque porque es su campo de batalla principal.

Para enfrentar el peligroso momento que vive el hemisferio occidental solo hay que hacer valer su mayor  conquista  moral:  el  ciudadano  libre  y presente; porque lo único que importa a la condición humana es su deseo de libertad.

 

Ucrania: el escenario de la tensión

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Ucrania es hoy el escenario de la peor crisis geopolítica desde la Guerra Fría.

 

En las últimas semanas, Rusia y Occidente se han enfrascado en una riña por el control de la mayor, más próspera y más rebelde de las exrepúblicas soviéticas.

Partamos de algunos datos básicos. Para Moscú, uno de sus imperativos geoestratégicos desde los años noventa ha sido mantener a todas las exrepúblicas soviéticas bajo su esfera de influencia, promoviendo la deferencia de sus gobiernos, o -en el peor de los casos- asegurando su neutralidad.

Ucrania, en cambio, ha tenido una suerte muy particular. Desde su independencia en 1991, resintieron el tutelaje de Moscú, apostaron por los valores de la democracia liberal y estrecharon sus lazos económicos con Europa. Incluso, en el 2014, los ucranianos defenestraron a su entonces presidente, Viktor Yanukovych, por resistirse a suscribir un Acuerdo de Libre Comercio con la Unión Europea. Desde entonces, los gobiernos de Kiev han sido cada vez más pro-Occidentales y más anti-Kremlin.

Ante la rebeldía de sus vecinos ucranianos, el Kremlin ha recurrido a una amplia variedad de trucos y bromas. Hostigamiento político, presión económica y militar, ciberterrorismo, apoyo a grupos insurgentes dentro de Ucrania, etc, etc., etc. Incluso, en 2014, recurrieron a la acción militar para anexar la región de Crimea, argumentando que la población de dicho territorio manifestaba abiertamente incorporarse a Rusia. En respuesta, Ucrania ha buscado unirse a la OTAN, la alianza militar de los países occidentales.

De tal manera, durante la última década, la frontera geoestratégica entre Rusia y Occidente ha sido Ucrania y por ello ha sido foco de tensiones de alta política. Para muestra, el primer impeachment contra Donald Trump estuvo relacionado precisamente con su manejo de la política respecto de Ucrania.

En el verano de 2021, Vladimir Putin publicó una carta en la que indicaba que “la soberanía de Ucrania sólo es posible si mantiene una línea cercana a Moscú”. Inmediatamente, fortalecieron su apoyo a grupos separatistas de la región de Donbas y enviaron soldados a la frontera -replicando la misma estrategia utilizada en 2014 con Crimea. La respuesta ucraniana fue movilizar tropas a la frontera con Rusia.

Frente a ello, la posición de Occidente ha sido ambivalente. Biden ha dicho que la OTAN no toleraría una agresión militar a gran escala. Pero dejó a interpretación si la alianza respondería ante cualquier acción de menor envergadura, como el apoyo a grupos separatistas o acciones militares limitadas.

El problema de la OTAN es complejo. A lo interno no existe consenso sobre qué tan dispuestos estarían a enfrentar a Moscú en un escenario de agresión limitada contra Ucrania. Para los países industriales del centro de Europa, el costo de perder los suministros de gas proveniente de Rusia es muy alto.

La alternativa intermedia han sido las sanciones económicas contra Rusia, las cuales no le sacan más que unas cuantas carcajadas a Putin y su séquito. Estados Unidos ha amenazado con sacar a Rusia del sistema SWIFT (que permite las transacciones financieras internacionales), pero esto implicaría la ruptura económica de Europa con Moscú, lo que hace temblar a los países dependientes del gas ruso.

La demanda pública del Kremlin es sencilla: el compromiso de la neutralidad ucraniana, asegurando que Kiev nunca se integrará a la OTAN. Sin consensos a lo interno de la OTAN y ante el costo de perder el gas ruso, la pelota está hoy en la cancha de Moscú.

La designación del próximo fiscal general

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Es importante que la ciudadanía fiscalice el proceso. Pero no debemos perder de vista que es difícil alcanzar buenos resultados cuando los procesos no son los óptimos.

Sin duda uno de los eventos más importantes del 2022 es la designación del próximo fiscal general y jefe del Ministerio Público (MP). La Constitución, desde la reforma de 1993, prevé que la designación la haga el presidente de la República a partir de una nómina de seis nombres que le remite una Comisión de Postulación.

Esta comisión de postulación está conformada por los decanos de las facultades de derecho en el país (en este caso 12), el presidente del Tribunal de Honor y el Presidente de la Junta Directiva del Colegio de Abogados y el presidente de la Corte Suprema de Justicia.

La comisión ya se encuentra en labores y ya ha trazado su cronograma de trabajo. Mañana, martes, aprobaran el formulario de solicitud para los interesados y del 11 al 21 de febrero estará abierta la recepción de expedientes. Después de un periodo de depuración de papelería, del 7 al 10 de marzo la comisión deberá determinar qué aspirantes reúnen los requisitos para optar al cargo.

Acto seguido publicará la lista de los aspirantes en el Diario Oficial y se abrirá un periodo para que quienes conozcan de algún impedimento puedan hacerlo saber a la comisión de postulación. Se prevé un periodo para que los interesados que sean señalados ofrezcan sus pruebas de descargo.

Luego, a comienzos de abril comienza la fase más complicada. La comisión de postulación debe entrevistar a los aspirantes y ponderar y definir una nota que va de 0 a 100 de acuerdo con los parámetros que prevé la Ley de Comisiones de Postulación y los requisitos que la comisión establezca.

Es importante que la ciudadanía fiscalice el proceso. Pero no debemos perder de vista que es difícil alcanzar buenos resultados cuando los procesos no son los óptimos. Algunos ponen mucho énfasis en el peligro que existe por parte de fuerzas oscuras que pretendan influir en el proceso. Y sin duda que será el caso.

Pero a diferencia de otras comisiones de postulación, en esta ocasión los decanos de las universidades son mayoría. Tengo la mejor impresión en cuanto a la decencia y capacidad de varios integrantes de la comisión y la ley exige que todas las decisiones se adopten por mayoría de dos tercios, es decir, 10 votos de 15. Este no es un detalle menor.

Sin embargo, por muy buena voluntad y empeño que cualquier persona ponga al proceso los resultados no pueden ser nunca los óptimos. El proceso no está regulado como un mecanismo de ascenso por oposición, por ejemplo. Más bien la dinámica que genera el marco legal es la de una evaluación de méritos muy poco profunda.

La experiencia nos ha demostrado que decenas de abogados desconocidos ingresan sus expedientes adjuntando una constelación de diplomas, títulos de posgrado y participaciones en cualquier suerte de conferencias o talleres.

La comisión de postulación destina largas horas a revisar documentación y a depurar expedientes, tiene poco de donde escoger y menos tiempo para entrevistar a los candidatos. Finalmente, la sociedad civil aspira a identificar a los pocos nombres que reconoce y a señalar algunas tachas.

El resultado de este burocrático proceso es el mismo siempre. No dejo escapar la ocasión para recordar que los líderes políticos de este país han desperdiciado las ocasiones para hacer una reforma integral al sistema de justicia que necesariamente pasa por una quirúrgica reforma constitucional.

Carteles políticos y disidencia

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La competencia entre las mismas facciones dentro de un cartel por la repartición de las utilidades, terminará acabando con el cartel mismo.

 

En economía, el concepto del cartel hace referencia al acuerdo colusorio entre dos o más unidades económicas independientes dentro de un mismo sector para reducir o eliminar la competencia, con el fin de incrementar precios, aumentar utilidades y dominar el mercado. La idea es uniformar y restringir la producción, oferta y/o distribución con aras de maximizar rentas y utilidades.

El concepto bien puede extrapolarse a la práctica de la homogenización ideológica que silenciosamente se ha apoderado del sistema de partidos en Guatemala. Desde 2017 a la fecha, los partidos de derecha han caído presa de una suerte de cartelización ideológica y discursiva, con poca competencia entre sí.

En términos generales, ideas como la vinculación de la política con valores religiosos, la defensa a ultranza de la soberanía ante una supuesta agenda globalista o la generación de una “narrativa común” sobre lo ocurrido en Guatemala entre 2015 y 2019, se han convertido en la carta común de presentación de prácticamente todos los movimientos de derecha. Pero atrás de ello, se ha producido también una suerte de censura a la disidencia. Aquellos partidos, facciones, grupos o liderazgos que han matizado alguna de las posturas anteriores o que no se alinean con la totalidad de ideas del cartel, han sufrido de sanciones sociales, ostracismo o burdo hostigamiento. El calificativo “chairo” ha sido la expresión más usada como correctivo ideológico entre la derecha chapina en tiempos recientes.

De ahí, por ejemplo, que la mayor parte de los bloques parlamentarios que han dominado la agenda legislativa desde 2017 a la fecha, mantienen un discurso, agenda y prioridades casi uniforme. O qué decir del sistema de partidos políticos, en donde prácticamente resulta imposible diferenciar entre agrupaciones con ideología conservadora, liberal o demócrata-cristiana entre la oferta de “derecha”. Peor aún durante los procesos electorales, cuando raramente se diferencian líneas ideológicas, escuelas económicas o distintas líneas de política pública en el debate político.

Quizá una de las pocas variables para distinguir entre la oferta de derecha, es el nivel de cercanía o lejanía respecto de las élites y el capital tradicional. A modo de ejemplo, al contrastar partidos como VALOR y UCN, resulta muy difícil diferenciarlos por su discurso. En cambio, sí podemos hacer una distinción respecto del relacionamiento con élites y tipos de capital de cada uno de ambos proyectos.

De ahí se desprende que la única ruptura del cartel se produjo entre agosto y septiembre 2021, cuando aquellos partidos de derecha con una línea más pro-empresarial rechazaron el Estado de Calamidad propuesto por el Gobierno, frente a la postura de los partidos de derecha más autónomos frente a las élites, que terminaron votando en favor medidas restrictivas por el incremento de casos de Covid.

Dentro del mismo liberalismo, el tema de los carteles siempre ha sido objeto de apasionados debates. Sin embargo, siempre he coincidido con la conclusión de James Buchanan y la Escuela de Public Choice sobre que tarde o temprano “la competencia entre las mismas facciones dentro de un cartel por la repartición de las utilidades, terminará acabando con el cartel mismo”.

En esta analogía del cartel político-ideológico, la principal competencia interna por la repartición de las utilidades será el proceso electoral 2023. Las encuestas claramente nos indican que para el votante la falta de empleo, el alto costo de vida, el precio de los servicios públicos, la inseguridad y la corrupción son los temas sensibles. De ahí vemos ya a un Roberto Arzú -por ejemplo- hablar de energía eléctrica gratuita y subsidios universitarios. Tarde o temprano, veremos a otros disidentes hablar de corrupción.

La pregunta del millón es si la competencia por votos en 2023 (y por ende, por las utilidades ulteriores) terminará rompiendo al cartel. O si el interés de maximizar utilidad y cerrar espacios de competencia, consolida al cartel frente a los intereses facciosos. Poporopos en mano, observemos a ver qué pasa.

Newslatter

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