El salario de un fiscal, ¿secreto nacional?

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El salario del fiscal no solo puede conocerse; debe estar publicado de oficio.

 

El jefe de la Fiscalía Especial (FECI) contra la Impunidad, Rafael Curruchiche, afirmó recientemente que su salario no puede hacerse público porque la Ley de Acceso a la Información Pública lo prohibiría. Según dijo, el salario de una persona “no se puede proporcionar” y mencionó, con poca precisión, el artículo 24 de dicha ley. Más allá de la cita errónea, el problema es otro: el argumento invierte por completo la lógica del derecho de acceso a la información y confunde al ciudadano sobre el alcance de sus garantías constitucionales.

La Constitución parte de una idea sencilla: los actos de la administración son públicos. El artículo 30 reconoce el derecho de toda persona a obtener informes, copias y certificaciones de esos actos, salvo en tres supuestos muy concretos: asuntos militares o diplomáticos de seguridad nacional y datos suministrados por particulares bajo garantía de confidencia. El régimen es, por diseño, de apertura. La regla es la publicidad, las reservas son excepcionales y taxativas.

Si el salario del fiscal fuera realmente información “no pública”, tendría que encajar en alguno de esos supuestos constitucionales. Pero su remuneración no es un asunto militar, no es una gestión diplomática en curso y no es un dato entregado por un particular bajo confidencialidad. Es, más bien, un dato directamente vinculado al uso de recursos públicos. De entrada, la Constitución ya inclina la balanza del lado del ciudadano, no del funcionario.

La Ley de Acceso a la Información Pública desarrolla esta lógica. En sus primeros artículos refuerza el principio de máxima publicidad, la transparencia en el manejo de recursos públicos y la obligación de la administración de rendir cuentas. No estamos ante una norma pensada para blindar a los funcionarios, sino para abrir las ventanas del poder público y permitir que cualquier persona lo supervise.

La propia ley define al Ministerio Público como sujeto obligado: debe proporcionar la información pública que se le solicite. Y, más aún, le impone obligaciones específicas de transparencia activa. El artículo 10 establece un catálogo mínimo de información que debe estar disponible en todo momento, sin necesidad siquiera de una solicitud. Entre esos datos se encuentran el número y nombre de funcionarios y empleados, así como los salarios, honorarios, dietas, bonos, viáticos y cualquier otra remuneración que perciban.

Es decir, el salario del fiscal no solo puede conocerse; debe estar publicado de oficio. La única salvedad que admite el artículo 10 es cuando la divulgación ponga en riesgo el sistema de seguridad nacional, la investigación criminal o la inteligencia del Estado. Resulta difícil sostener, con seriedad, que la publicación del monto que recibe el jefe de una fiscalía encaje en esa categoría.

Tampoco lo rescatan las figuras de “información confidencial” o “reservada” reguladas por la misma ley. La información confidencial abarca, entre otras cosas, datos sensibles de la vida privada: hábitos personales, salud, creencias religiosas, vida sexual u otras cuestiones íntimas. El salario de un funcionario, pagado con fondos públicos, no forma parte de ese ámbito. Y la información reservada se limita a temas de seguridad nacional, diplomacia, propiedad intelectual, investigaciones penales o estabilidad económica, entre otros supuestos igualmente ajenos al caso.

Para que una autoridad pueda negar información alegando confidencialidad o reserva, la ley exige además una prueba de daño: demostrar que la divulgación amenaza efectivamente el interés protegido y que ese perjuicio es mayor que el interés público de conocer. Aplicado al salario del fiscal, el ejercicio resulta absurdo. El daño, en todo caso, lo sufre la transparencia cuando se oculta un dato que permite auditar el uso del dinero de los contribuyentes.

La reacción ciudadana cuando se conocieron los salarios de los diputados y el aumento a los Q66,000 mostró por qué estas normas importan. La publicidad de la información no es un formalismo: es lo que permite que la opinión pública juzgue si las remuneraciones son proporcionales, si existen privilegios injustificados o si el gasto en personal responde a criterios razonables. Lo mismo vale para el Ministerio Público.

Cuando un funcionario invoca de manera incorrecta la Constitución y la Ley de Acceso para negar lo que debe ser público, el mensaje es preocupante. Puede ser desconocimiento de la ley o simple mala fe; cada quien sacará sus conclusiones. Pero el derecho es claro: el salario del fiscal es información pública. Y ejercer ese derecho no es molestia ni curiosidad malsana. Es, sencillamente, hacer valer una garantía que la propia Constitución nos reconoce.

 

*Columna publicada originalmente en La Hora

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