Desastres naturales y realidades de Estado

Desastres naturales y realidades de Estado
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Director del Área Política de Fundación Libertad y Desarrollo. Licenciado en Ciencia Política, catedrático y analista político en el programa Sin Filtro de Guatevisión.
18 Nov 2020

Al borde de llegar al Estado fallido

 

Cuando el 13 de marzo pasado se presentó el primer caso oficial de Covid-19, Guatemala contaba con el sistema de salud más raquítico de América Latina. Indicadores como 1.1% de inversión en salud pública sobre PIB; o la disponibilidad de 0.6 camas por cada 1,000 habitantes eran tan solo el reflejo de un mal mayor: durante décadas la salud pública fue objeto de saqueo y abandono.

La historia se repitió a principios de noviembre cuando el huracán Eta tocó suelo centroamericano, y aunque debilitado, sus lluvias impactaron el territorio nacional. Aquí nuevamente quedó evidenciada la debilidad histórica del Estado de Guatemala. Desde las limitaciones operativas para implementar medidas de prevención y evacuación, hasta el impacto sobre la infraestructura y la red vial del país, nuevamente salió a la luz el efecto de décadas de saqueo en la obra gris y en los dragados.

El mismo ejercicio podríamos hacer con la tragedia del volcán de Fuego de 2018; la tragedia de Cambray de 2015; el terremoto de San Marcos de 2012; la temporada de tormentas tropicales del año 2010 y así sucesivamente en la historia reciente del país.

Lo anterior no es más que el fiel reflejo de la realidad de un sistema político al borde del Estado fallido.

Por cierto, el concepto de Estado fallido sobará familiar. En un sentido amplio, el término se usa para describir un Estado que se ha hecho ineficaz, teniendo sólo un control nominal sobre su territorio; no hacer cumplir sus leyes debido a las altas tasas de criminalidad, a la corrupción extrema, a un extenso mercado informal, a una burocracia impenetrable, a la ineficacia judicial y a la interferencia de poderes paralelos en la política.

El círculo vicioso que provoca esa realidad es sencillo de describir. Cada cuatro años, grupos político-económicos -lícitos e ilícitos- junto a actores del crimen organizado se organizan bajo el paraguas de los partidos políticos, para acceder a puestos de autoridad. Desde el ejercicio de poder, se toma control de las principales agencias públicas: la salud pública, la infraestructura, la seguridad social, el poder local, los consejos de desarrollo, las aduanas, etc., son las grandes joyas de la corona.

El control de estas y otras joyas de menor envergadura permite negociar con el presupuesto del Estado. Satisfacer las ansias patrimoniales de los actores que tomaron el poder. Pagar deudas de campaña a financistas. Colocar a activistas, amigos y achichincles en diversos cargos dentro de la administración pública. En fin, hacer de lo público una piñata.

Ese modelo se complementa con la cooptación de los órganos de control. Una Contraloría insípida que llega tarde o voltea a ver a otro lado. Un Ministerio Público tímido. Y cortes de justicia que garantizan impunidad. Con esa realidad, el saqueador se asegura que sus fechorías quedarán impunes.

Tristemente, tragedias, pandemias o desastres naturales ponen en evidencia el nivel tan raquítico que ha alcanzado la debilitada institucionalidad del Estado.