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El criterio que puede hacer trizas los tratados internacionales de inversión

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Si bien en el ámbito interno la Constitución es la norma de mayor jerarquía, en el plano internacional no puede alegarse su supremacía para justificar el incumplimiento de obligaciones internacionales.

 

En un artículo anterior expliqué por qué el fallo de la Corte de Constitucionalidad (CC), que deja en “suspenso” el levantamiento de la reserva al artículo 27 de la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados (CVDT), es problemático.

En resumen, ese artículo consagra un principio de derecho internacional consuetudinario: ningún Estado puede invocar su derecho interno como justificación para no cumplir un tratado internacional. La reserva que se pretendía levantar establecía que Guatemala interpretaba que “derecho interno” no incluía a la Constitución.

La CC, en su resolución, sostuvo que la Constitución —como norma suprema— no puede estar supeditada a ninguna otra norma. Hasta acá, todo bien. El error, como señalé entonces, es que confunde el plano interno con el internacional. Si bien en el ámbito interno la Constitución es la norma de mayor jerarquía, en el plano internacional no puede alegarse su supremacía para justificar el incumplimiento de obligaciones internacionales. Sin embargo, la Corte afirma justamente eso: que, incluso a nivel internacional, la Constitución guatemalteca debe prevalecer sobre cualquier tratado.

Esa afirmación es un disparate con graves consecuencias para la credibilidad internacional de Guatemala, particularmente en materia de inversiones extranjeras. No solo es incorrecta desde la perspectiva del derecho internacional, sino que transmite un mensaje alarmante: Guatemala se reserva el derecho de incumplir tratados si considera que su Constitución no le “permite” acatarlos.

Piénsese en lo siguiente: ¿a qué disposiciones constitucionales se refiere esa reserva? A todas. Con 281 artículos, ¿cómo se le explica a un inversionista extranjero que Guatemala se reserva el derecho de invocar cualquiera de esas disposiciones para ignorar compromisos internacionales?

La diferencia con otros casos es bastante evidente. Por ejemplo. cuando Estados Unidos ratificó el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, limitó sus reservas a artículos concretos de su Constitución. Por ejemplo, al artículo 20 —que prohíbe la propaganda en favor de la guerra y la apología del odio nacional, racial o religioso—. Aunque el Pacto protege la libertad de expresión, la Primera Enmienda de la Constitución estadounidense lo hace de forma más amplia y categórica: no permite restricciones de este tipo, ni siquiera cuando se trata de discurso ofensivo o impopular. Por eso, aunque controvertidas y objeto de protesta internacional, las reservas de EE. UU. se limitaron a disposiciones puntuales (como la Primera Enmienda) que entraban en conflicto directo con principios específicos de su orden constitucional.

En cambio, Guatemala, tanto en la reserva original como en la interpretación de la CC, sujeta la aplicación de cualquier tratado a la totalidad de la Constitución. ¿Qué señal envía esto a un inversionista que se considera protegido por un tratado bilateral de inversión? Si surge una disputa, la Corte estaría avalando que ningún tratado puede prevalecer sobre ninguna parte de la Constitución, sin importar cuál.

Y no se trata solo de tratados de inversión. También hay acuerdos internacionales que, sin estar dirigidos específicamente a proteger inversiones, tienen un impacto directo en la estabilidad económica y jurídica. Un ejemplo reciente es el acuerdo firmado entre Guatemala y Estados Unidos para modernizar Puerto Quetzal, con objetivos que van desde el desarrollo logístico hasta la cooperación en seguridad por los próximos 30 años. ¿Puede garantizarse que, en el futuro, Guatemala no invoque alguna interpretación constitucional para apartarse de lo pactado? El fallo de la CC deja abierta esa posibilidad, generando incertidumbre incluso en iniciativas estratégicas como esta.

Para quienes no están familiarizados con el tema, los tratados bilaterales de inversión (TBI) son acuerdos entre Estados que buscan brindar garantías jurídicas a los inversionistas extranjeros. Su propósito es proteger las inversiones frente a actos arbitrarios del Estado receptor, mediante compromisos como el trato justo y equitativo, la protección contra expropiaciones sin compensación adecuada y el acceso a mecanismos eficaces de solución de controversias. Uno de sus pilares es el arbitraje internacional, que permite al inversionista demandar directamente al Estado anfitrión sin pasar por sus tribunales internos. Esta herramienta —concebida para reducir la incertidumbre jurídica y atraer inversión— pierde eficacia si un Estado, como Guatemala, se reserva el derecho de anteponer su Constitución a cualquier tratado. Actualmente, Guatemala enfrenta reclamaciones internacionales por más de US$1,081 millones, y ya ha sido condenada a pagar US$64.5 millones en uno de estos procesos. En ese escenario, el arbitraje deja de ser una garantía y se convierte en una formalidad vacía, sujeta al capricho de una interpretación constitucional que puede imponerse incluso sobre obligaciones internacionales libremente asumidas.

¿Qué seguridad puede tener un inversionista de que un laudo arbitral será ejecutado si la CC ha abierto la puerta a que Guatemala lo ignore por supuesta contradicción con la Constitución?

El problema no se limita al inversionista: también podría tener consecuencias estatales. Llegando al extremo, si Guatemala llegara a desconocer un laudo arbitral invocando su derecho interno, otros Estados podrían considerarlo un incumplimiento del derecho internacional. Conforme a los principios codificados en los Artículos sobre la Responsabilidad del Estado por Hechos Internacionalmente Ilícitos, ese acto podría justificar contramedidas legales, como restricciones comerciales o trabas a inversiones guatemaltecas en el extranjero. Una doctrina que permite ignorar tratados (como la sostenida por la CC) podría así generar un efecto bumerán: lejos de fortalecer la soberanía, debilitaría la posición internacional del país.

Un ejemplo que ayuda a ilustrar este tipo de tensiones es el caso LG&E v. República Argentina, resuelto por un tribunal arbitral del CIADI. En ese proceso, el tribunal se enfrentó a un conflicto entre normas internas argentinas y obligaciones asumidas en virtud de un TBI. Argentina argumentó que, debido a su legislación y a una crisis interna, no podía cumplir ciertas garantías otorgadas a los inversionistas. Sin embargo, el tribunal explicó que, conforme al artículo 42(1) del Convenio del CIADI, debía aplicar tanto el derecho interno como el internacional, con prevalencia de este último (derecho internacional) en caso de contradicción.

Esta interpretación contrasta con la postura de la Corte de Constitucionalidad de Guatemala, que pretende imponer la Constitución incluso en el plano internacional. Lo cual contradice directamente el principio consuetudinario reflejado en el artículo 27 de la Convención de Viena: ningún Estado puede invocar su derecho interno como justificación para incumplir un tratado.

Estamos, todavía, a tiempo. La decisión de la Corte fue adoptada en el marco de un amparo provisional, y queda pendiente una resolución definitiva. Ojalá, en ese momento, la CC reconsidere y dé marcha atrás a un criterio tan peligroso como el esgrimido hasta ahora. Persistir en esta interpretación no solo debilita el compromiso internacional del Estado, sino que introduce un factor de inseguridad jurídica que puede tener costos muy altos para el país. Corregirlo sería lo sensato.

 

*Columna publicada originalmente en La Hora el 13 de junio

Preservar el TSE

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Los ataques judiciales deben cesar

 

El Tribunal Supremo Electoral (TSE) ha jugado un papel fundamental en nuestra democracia desde 1985, organizando elecciones limpias y confiables que han permitido la transferencia pacífica del poder.

En nuestro sistema electoral, el TSE organiza las elecciones, pero son miles de ciudadanos comunes los que resguardan el voto y luego realizan el conteo frente a los fiscales de todos los partidos políticos.

Si bien el sistema no es perfecto, todas las misiones de observación electoral internacionales y nacionales han respaldado cada una de las elecciones que se han realizado desde 1985.

Lamentablemente, desde las elecciones de 2023, el Ministerio Público, junto con un grupo muy pequeño de personas, han golpeado reiteradamente la institucionalidad del TSE. 

Primero, han insistido en un supuesto fraude electoral que nunca han probado. Ya pasaron dos años desde la primera vuelta electoral de 2023 y no han presentado una sola prueba. Y es que nunca la podrán presentar porque nuestro sistema electoral es confiable y transparente. 

Luego han presentado varios casos legales contra diversos funcionarios del TSE, poniendo en riesgo la operatividad de esta importante institución. Las próximas elecciones de 2027 ya tienen que comenzar a organizarse, pero los ataques judiciales constantes del MP y sus aliados son el principal obstáculo. 

El TSE es el corazón de nuestro sistema democrático, pero una agenda política mezquina pretende destruirlo sin escrúpulo alguno. Es lamentable el silencio ensordecedor de ciertos sectores que ven con indiferencia el daño institucional. 

Lo más preocupante es que todo esto ocurre a pocos meses de que se elijan a los nuevos magistrados del TSE. 

La politización de la justicia debe terminar y el TSE debe enfocar sus esfuerzos en organizar las elecciones de 2027.

 

*Columna publicada originalmente en Nuestro Diario el jueves 19 de junio.

¿El narcotráfico se fortalece?

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El Gobierno tiene una enorme responsabilidad

 

La frontera entre Guatemala y México fue escenario de un confuso incidente en donde participaron supuestos narcotraficantes, miembros de la policía mexicana, elementos de la Policía Nacional Civil y del Ejército de Guatemala.

Según los videos que circulan, la actuación de la Policía Nacional y del Ejército de Guatemala es cuestionable. ¿Estaban defendiendo a los supuestos narcotraficantes? ¿Por qué no actuaron en coordinación con la policía mexicana? Son preguntas que debe responder el Gobierno y, para ello, es necesaria una investigación profunda. 

Por otra parte, la policía mexicana irrumpió en territorio guatemalteco, violando nuestra soberanía. El Gobierno de México ya emitió un comunicado por el incidente. 

Lo que preocupa es que los cárteles de narcotráfico se estén fortaleciendo y que, eventualmente, comiencen a generar una ola de violencia como la de México. 

Los cárteles mexicanos son sumamente violentos, como lo demostraron los Zetas entre 2009-2011, realizando masacres en distintos puntos del país.

El Ejército de Guatemala, con la ayuda de las agencias de los Estados Unidos y en coordinación con las autoridades mexicanas, deben fortalecer nuestras fronteras. Para ello debe invertirse en tecnología, armas y vehículos que les permita a nuestras fuerzas armadas enfrentar a los poderosos cárteles mexicanos. 

Pero también es importante hacer una depuración en la PNC y el Ejército, para garantizar que no estén contaminados por el crimen organizado. La labor no es fácil, pero debe realizarse para evitar escenarios catastróficos para el país.

La seguridad en varios países de América Latina se ha deteriorado, incluyendo Costa Rica, Chile, Ecuador, México y ahora Colombia, entre otros. 

El Gobierno debe actuar de forma contundente y rediseñar su estrategia. 

 

*Columna publicada originalmente en Nuestro Diario el 12 de junio de 2025

¿Hacer una nueva Constitución?

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Nuestra Constitución debe preservarse

 

El 31 de mayo, se cumplieron 40 años de la Constitución de Guatemala, lo que motivó que algunos propusieran un reemplazo total a través de una Asamblea Nacional Constituyente bajo el argumento que ya está obsoleta. 

Lo primero a reflexionar es que las constituciones no deben cambiarse frecuentemente. La Constitución de Estados Unidos tiene más de doscientos años de existir, con muy pocas modificaciones.  Ese país, con todos sus problemas, sigue siendo un referente de estabilidad democrática. 

Cambiar repetidamente las constituciones solo provoca gran incertidumbre política y económica, porque las reglas del juego se vuelven impredecibles. 

Cuando se cambia una constitución se modifica por completo la institucionalidad de un país, lo cual implica muchos riesgos. De allí que las constituciones deben ser estables.

Lo segundo es que, si bien Guatemala tiene problemas, estos no se van a solucionar cambiando la Constitución. Al contrario, la situación podría empeorar. Los venezolanos cambiaron su constitución en 1999 pensando que iban a tener un mejor país, y lo único que obtuvieron fue una dictadura sanguinaria que parece nunca terminar. 

La actual clase política de Guatemala está contaminada por la corrupción y el narcotráfico. Si se hacen elecciones para una Asamblea Nacional Constituyente, sería esa clase política la encargada de redactar una nueva constitución. ¿De verdad queremos tomar ese riesgo?

Por último, la Constitución de Guatemala no es mala. Hay aspectos muy puntuales que se podrían mejorar en el tema de elección de Cortes de Justicia, para que sean más independientes, pero el resto es bastante funcional.

En todo caso, debe exigirse a la Corte de Constitucionalidad que haga cumplir nuestra Carta Magna para que se protejan los derechos de los guatemaltecos. 

*Columna publicada originalmente en Nuestro Diario el 5 de junio de 2025

Verdades incómodas pero inexorables

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La fuerza de los hechos es inescapable y no le importan nuestros deseos

 

Una primera advertencia que hay que decir es que cualquier crítica que se pueda interpretar de este análisis, viene desde un buen lugar y con la intención de aportar insumos y contexto para ayudar a comprender mejor la realidad política venezolana y sus perspectivas en el futuro inmediato.

Una segunda advertencia, a modo de aclaración y de recuento de hechos, es que en ningún momento se busca desconocer ni desvalorizar la hazaña que emprendió el pueblo venezolano entre octubre de 2023 y julio de 2024, organizados bajo el liderazgo de María Corina Machado. Esos 9 meses quedarán registrados en los anales de nuestra historia como un hito inédito de organización ciudadana en torno a un hecho político concreto: las elecciones presidenciales del 28 de julio, en las que se buscaba provocar una transición democrática demostrando públicamente el fraude electoral. Se logró lo segundo, pero no lo primero. 

El fraude quedó demostrado dentro y fuera de Venezuela con una contundencia que probablemente no se ha visto en la historia de la región ¡y vaya si hemos sido una región con una larga seguidilla de fraudes electorales! Tanto en el siglo pasado como en el actual, con algunos casos más demostrables que otros. Sin embargo, siendo honestos, evidenciar un fraude electoral pocas veces condujo a transiciones democráticas en lo inmediato. El fraude de 2024 en Venezuela tampoco fue la excepción en ese sentido y demostró la vieja pero certera frase de Thomas Hobbes: vuelve entonces a la espada. Es decir, el chavismo-madurismo en unión militar-cívica perfecta (la inversión es a propósito), terminó de confiscar definitivamente la soberanía popular apelando a la razón de Estado por cualquier excusa que ellos creen que amenaza su existencia. Y se salió con la suya, como tantos despotismos a lo largo de la historia.

Estando cerradas las vías para un cambio de poder en Venezuela por medios políticos, en los 10 meses posteriores hemos estado viviendo dos fenómenos muy duros como consecuencia: aumento de la persecución política y cierre de espacios de organización y expresión (política y social) por la represión. Todo el que hace política o algún tipo de incidencia pública en Venezuela en estos momentos reconoce lo difícil que es organizarse en estas condiciones. No es que antes no haya sido difícil, pero ahora es prácticamente imposible, al punto que varios liderazgos han decidido operar en la clandestinidad, asumiendo los enormes riesgos que eso conlleva ¿Y cómo se hace política en la clandestinidad? Como se ha hecho toda la vida: a través de comunicaciones y organización secretas y también, muy importante, con el uso de propaganda

Habiendo hecho las aclaraciones y recuentos necesarios para entender el devenir de los hechos, es momento de explicar en qué punto nos encontramos ahora y qué opciones se nos presentan en lo inmediato dentro de este panorama. 

  • Venezuela no es un tema de atención internacional, o al menos no del tipo de atención que queremos. El 20 de enero de 2025 fue una fecha importante en la historia: terminó la Pax Americana, en la cual vivimos en los últimos 80 años y entramos en un nuevo momento geopolítico. Prueba de estos cambios, es la política dual que ha adoptado la Casa Blanca hacia Venezuela: por un lado Marco Rubio, de línea dura y favorable a la política de máxima presión, representa el discurso tradicional de los políticos de Florida (muy de la posguerra fría, por cierto). Y por el otro lado, Richard Grenell, opera en los márgenes con acercamientos muy puntuales al régimen venezolano. ¿Cómo explicar esta dualidad? Hay dos hipótesis: 1) No hay una postura definida hacia Venezuela de parte de la administración de Trump. No somos prioridad y de allí la inconsistencia y el enfrentamiento de visiones en Washington que aún no deciden cómo abordar el tema. 2) El abordaje dual hacia Venezuela es deliberado y lo que está buscando Trump en Venezuela es “no atarse” únicamente a la estrategia de Marco Rubio, y esta es su forma de “diversificar riesgo” y no cerrarse las puertas en caso de un eventual fracaso de la máxima presión. Básicamente, es su estilo de deal-making aplicado a la política exterior: no importa qué, siempre salir ganando “algo” de cualquier situación.

 

  • Las condiciones del país empeoran. Según las perspectivas que proyectan firmas e instituciones financieras internacionales, todos los expertos concuerdan en que la salida de las petroleras internacionales de Venezuela, tendrá un impacto negativo en la economía del país, que desde 2022 experimentaba una leve recuperación. Ya se comienza a notar al dispararse el tipo de cambio y en la respuesta brutal que ha tenido el gobierno, aplicando de nuevo una política de controles que recuerdan a los peores años de inflación incontrolable, escasez y crisis humanitaria. Y lamentablemente, hay que decirlo, esta nueva crisis económica no llevará a un cambio político, como se ha demostrado en el pasado, porque sabemos, habiendo pagado un costo humano muy alto, que al chavismo no le importa gobernar un cementerio. Además, gracias a la experiencia de 2019, la élite chavista ha aprendido a operar en un esquema oscuro y subrepticio de redes de distribución paralelas de petróleo a otros países para poder sobrevivir a las sanciones de Estados Unidos. Los más afectados de esta nueva crisis serán el menguado sector privado y los consumidores venezolanos. 

 

  • Tomando estos dos elementos en cuenta, el liderazgo de María Corina Machado puede enfrentar un desgaste importante en el futuro inmediato en la medida en que se cierre a una sola estrategia. Machado enfrenta una encrucijada determinante, ya que atarse completamente a la tesis de máxima presión, la sitúa en varias circunstanciasdesfavorables: 

 

  1. El todo o nada”: para María Corina, si bien la recompensa puede ser muy alta, el fracaso también puede ser muy caro porque implica la pérdida de su libertad, e incluso su vida, además de un crecimiento sostenido de los niveles de represión y de crisis económica en el país, en la medida en que el régimen venezolano se sienta cada vez más presionado por las sanciones. 

  2. Tener que mantener las expectativas altas en la población: prometiendo un desenlace que, de nuevo, depende de los vientos políticos de Washington y no de ella. Y mientras en la Casa Blanca no vuelva a haber un interés concreto hacia Venezuela, los costos de que las expectativas no se cumplan los asume ella y su credibilidad. 

  3. Atarse a la estrategia de la máxima presión la limita muchísimo en términos discursivos y la desconecta de la gente, ya que para mantener sus alianzas con Estados Unidos (que son su única carta), no puede pronunciarse sobre los dos problemas más acuciantes de la población venezolana en estos momentos: las deportaciones y el deterioro de las condiciones de vida dentro del país. En sus apariciones más recientes, sus declaraciones se han volcado hacia temas de seguridad y defensa de Estados Unidos. Si comparamos su discurso actual con el de 2023 y 2024, vemos que hay un problema comunicacional evidente, ya que en aquel momento ella sí lograba una identificación total de la gente con su liderazgo, conectando los problemas cotidianos de la población con una demanda política de cambio. Hoy Machado enfrenta la posibilidad real de que su discurso pierda tracción con la gente y se pase de nuevo a la frustración que ha llevado a todo el resto de la oposición venezolana a pasar por la “trituradora” de liderazgos.  Sin contar que el régimen venezolano, está aprovechando estas debilidades para construir su narrativa y culpar a María Corina de todos los problemas del país sin un relato efectivo que los contrarreste. 

 

Este análisis pretende describir la situación lo más realista y objetivamente posible. No pretende dar soluciones ni vías de acción ya que ese no es el trabajo de los analistas. Lo que busca este análisis es sincerar la política en Venezuela, con verdades muy duras, incómodas y hasta intolerables, pero que es necesario comenzar a asimilar. Aunque duela, es necesario comenzar a vivir en la verdad. Seguiremos ahondando en estos temas en próximas entregas.  

Tortura judicial

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La justicia se utiliza con fines políticos

 

La justicia en Guatemala no funciona. Nunca ha funcionado. Los criminales entran y salen de las cárceles varias veces, sin que afronten las consecuencias de sus actos.

El colmo son personas que llegan a acumular más de 20 ingresos a las cárceles y el sistema de justicia los deja libres una y otra vez. ¿Qué es lo que falla? ¿El Ministerio Público no hace su trabajo? ¿Los jueces se hacen de la vista gorda?

También vemos cómo muchos funcionarios públicos, acusados de graves hechos de corrupción, salen libres. A muchos les están devolviendo las propiedades que compraron con dinero de la corrupción.

En este sistema de justicia fallido, los criminales salen libres y los ciudadanos comunes estamos a merced de los ladrones, asesinos y corruptos. ¿Se puede construir un país desarrollado sin justicia?

Por otra parte, vemos cómo el sistema de justicia persigue a los que se consideran enemigos políticos. A estas personas se les dicta prisión preventiva durante años, aun cuando sus delitos son menores, comparados con los criminales antes descritos.

El último caso es el de Eduardo Masaya, un abogado acusado de falsedad ideológica, que se le tiene en prisión preventiva y que se le ha trasladado varias veces a centros penales que ponen en riesgo su vida.

La intención de estos traslados es que acepte cargos y que sus verdugos salgan en caballo blanco. Básicamente es una tortura para doblegar su voluntad.

Es terrible ver cómo se utiliza el sistema de justicia de la forma más burda para castigar a los enemigos políticos. Estamos viviendo en un oscurantismo judicial que amenaza la estabilidad de nuestra democracia.

La sociedad en Guatemala no debería permitir este tipo acciones. Así es como los países pierden sus democracias y los criminales terminan imponiendo dictaduras. 


*Columna publicada originalmente en Nuestro Diario el 29 de mayo

Cuarenta años de promesas incumplidas

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El 31 de mayo de 2025 se cumplen cuarenta años de la promulgación de nuestra actual Constitución. 

 

Casi el 70% de los guatemaltecos que hoy habitamos el país no habíamos nacido cuando eso ocurrió, en 1985. Vale la pena, entonces, preguntarnos en qué estado se encuentra hoy ese pacto constitucional.

Nuestra Constitución fue producto de un proceso constituyente realizado durante una transición política en medio de un contexto marcado por la violencia interna y la prolongada guerra civil. En ese momento, Guatemala se encontraba bajo un régimen militar que, tras años de represión, impulsaba una transición hacia un gobierno civil y abrir paso a una democracia como una forma de restaurar la legitimidad estatal.

Era una Guatemala distinta, con unos 8 millones de habitantes y una tasa de alfabetización inferior al 50%. Además de la situación política ya descrita, el país enfrentaba una crisis económica profunda: entre 1980 y 1985, las exportaciones cayeron un 32% y el déficit por cuenta corriente había pasado de 35 millones de dólares en 1977 a 573 millones en 1981. En esos años también aumentó considerablemente el desempleo. 

En ese contexto, el primer avance concreto fue la creación de una autoridad electoral independiente. Se logró empadronar a 3.5 millones de personas y, aunque cerca de un millón no pudo hacerlo por las condiciones del país, fue un paso importante para organizar elecciones limpias tras años de gobiernos militares.

La Asamblea Nacional Constituyente de 1984 fue el escenario donde se debatió el nuevo texto constitucional, con una representación plural que reflejaba el contexto político de la época, en el que sectores armados y políticos vinculados a la izquierda no participaron directamente en el proceso, dadas las condiciones de conflicto interno y las restricciones vigentes.

Tres bloques principales dominaron la Asamblea: la Democracia Cristiana (DC), con el 21% de los votos y 20 diputados; la Unión del Centro Nacional (UCN), con el 18% y 21 escaños; y la alianza Movimiento de Liberación Nacional–Central Auténtica Nacionalista (MLN–CAN), que alcanzó el 16% y obtuvo 23 diputados. Aunque ideológicamente distintos —la DC más cercana al centro-izquierda, la UCN con un perfil centrista y el MLN–CAN claramente de derecha— estos tres bloques controlaron dos tercios de la Asamblea. Sobra recordar, que ninguno de esos partidos sobrevivió estas poco más de cuatro décadas. Esa correlación de fuerzas impuso un marco de negociación constante que mantuvo a raya cualquier intento de rediseño profundo del sistema. El resultado fue una Constitución políticamente funcional, pero contenida: garantista en el papel, sin romper completamente con algunos elementos del viejo orden.

Esa fragilidad estructural no fue corregida en la única reforma constitucional que ha tenido lugar desde 1985. En 1993, se modificaron 37 de los 281 artículos de la Constitución, en un momento de crisis política tras el intento de autogolpe del presidente Serrano Elías. Sin embargo, lejos de subsanar las limitaciones del diseño original, varios de los cambios profundizaron problemas que hoy resultan evidentes. El caso más claro es la ampliación del sistema de comisiones de postulación, que lejos de fortalecer y dar paso a una selección técnica e independiente de magistrados y del Fiscal General, terminó consolidando un entramado de lealtades informales —basadas en vínculos personales o políticos más que en criterios técnicos— dentro del sistema de justicia. Esto ha hecho inviable la construcción de una carrera judicial basada en el mérito y la independencia.

Mucho ha cambiado desde entonces. La Guatemala de hoy es otra: no solo por sus transformaciones demográficas, sino porque el país se ha insertado en la economía global, han surgido nuevos actores políticos y enfrentamos desafíos como el crimen organizado transnacional y la captura institucional.

A la luz de estos cambios, vale la pena preguntarse si aquella Constitución —diseñada en un país en transición— sigue cumpliendo su promesa hoy. No se trata solo de conmemorar su aniversario, sino de examinarla con ojos actuales: ver qué ha resistido, qué ha cedido, y qué simplemente nunca se cumplió.

Y si somos honestos, ¿qué nos queda realmente de ese texto? Hace pocos días, cuando la Corte de Constitucionalidad (CC) emitía un —a mi juicio— equivocado fallo sobre el alcance del artículo 27 de la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados (CVDT), se anunciaba con orgullo a los cuatro vientos que se hacía en nombre de la defensa de la supremacía constitucional.

Pero, ¿esa defensa es real y genuina, o se queda en el plano retórico? Hagamos algunas preguntas incómodas:

¿Dónde queda la supremacía de la Constitución respecto del rol del Tribunal Supremo Electoral, considerando que un juez penal mantuvo en suspenso —y finalmente canceló— a una organización política utilizando caprichosamente la ley penal?

¿Qué hay de otras grandes conquistas de la transición? Una de las más importantes fue el sistema electoral diseñado por la Ley Electoral e implementado con éxito bajo el liderazgo de Arturo Herbruger Asturias: basado en el conteo manual de votos, con juntas receptoras integradas por ciudadanos y supervisado en cada etapa por fiscales de los partidos. Ese esquema —transparente y confiable— fue clave para legitimar las elecciones tras décadas de dictadura. Hoy, ese legado ha sido socavado: se intenta desacreditar el proceso culpando al “software” que comunica los resultados preliminares en un país donde el conteo sigue siendo en papel; se repitió la audiencia de revisión de escrutinios en 2023 por orden de la Corte de Constitucionalidad, tras amparos promovidos por partidos inconformes; y se consumó la destrucción del Tribunal Supremo Electoral con la suspensión indefinida de cuatro de sus magistrados titulares, en abierta contradicción con el principio de independencia.

¿Dónde quedó la gran conquista del artículo 35, que protege la libre expresión, cuando hoy tenemos periodistas en el exilio, otros hostigados mediante el uso arbitrario de la ley contra el femicidio, y cuando se intenta procesar penalmente a periodistas del extinto medio El Periódico por el contenido de sus publicaciones? Guatemala está hoy en la categoría de “alta restricción” a la prensa, según el Índice Chapultepec.

¿Dónde quedó la libertad y el pluralismo político —pilares esenciales de toda democracia— cuando se vetan candidatos presidenciales de forma caprichosa, incluso a pocas semanas de las elecciones, como ocurrió en 2023? ¿No era esa precisamente la lógica de las dictaduras militares, y uno de los principales vicios que la nueva Constitución prometía superar?

¿Dónde quedó la justicia en un país donde el abuso de la prisión preventiva ya no es la excepción, sino la regla? ¿Dónde queda el debido proceso y el escrutinio público, cuando en los casos penales de alto interés la “reserva” —que en la práctica implica que no se conocen ni las acusaciones ni las pruebas por largos periodos— se impone como norma? ¿Y qué clase de justicia es posible cuando el conflicto de interés está prácticamente constitucionalizado, permitiendo que magistrados suplentes ejerzan simultáneamente como jueces y como abogados litigantes?

Debemos hacernos estas preguntas —y otras más— si realmente queremos saber si, cuarenta años después de iniciada la transición democrática y de promulgada una Constitución que aspiraba a instaurar una democracia basada en el respeto a los derechos fundamentales, esas promesas se han cumplido. No basta con repetir fórmulas solemnes sobre la defensa del orden constitucional si, en la práctica, los derechos y garantías que consagra la Carta Magna han quedado reducidos a papel mojado. Tal vez ha llegado el momento de preguntarnos, sin romanticismos, si este pacto constitucional sigue estando a la altura del país que aspiramos a ser o si, por el contrario, es hora de impulsar cambios puntuales pero sustanciales que lo actualicen y lo hagan verdaderamente efectivo.

 

 

*Columna publicada originalmente el 30 de mayo en La Hora.

Pensar en grande

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Debemos cambiar nuestra mentalidad

 

Los países de Sudamérica, y no digamos los desarrollados, se caracterizan por realizar grandes obras de infraestructura que aumentan su productividad y mejoran sustancialmente su nivel de vida.

Los puertos, los aeropuertos y las carreteras son esenciales para la actividad económica de cualquier país.

En el caso de Guatemala, la infraestructura aumenta a paso de tortuga. En las últimas tres décadas la población casi se duplicó, pero las carreteras del país crecieron muy poco.

En los años sesenta y setenta, se hicieron varias obras de infraestructura en la Ciudad de Guatemala que ayudaron en aquel entonces, pero que hoy ya se encuentran obsoletas. 

Ciudad de Guatemala necesita con urgencia construir túneles que atraviesen la ciudad de norte a sur y de oriente a occidente para despejar los grandes embotellamientos. Esto es usual en las ciudades modernas. 

También nos urge un metro. Es una vergüenza que Guatemala no cuente con uno a estas alturas.

Además, se necesita otro aeropuerto fuera de la ciudad que permita el recibimiento de grandes aviones comerciales y de carga. Este aeropuerto debería estar conectado con la ciudad por un tren de alta velocidad y una carretera exclusiva.

No debe olvidarse toda la infraestructura que se necesita en el noroccidente del país, en donde se tiene la menor densidad de carreteras, a pesar de la gran cantidad de población que está concentrada en esa región. 

Esto se ha hablado por décadas, pero los gobiernos han sido incapaces de impulsar un plan de esta magnitud. 

Por supuesto que se necesitan recursos, pero para ello debe permitirse la participación de la iniciativa privada. 

Y en la parte que le corresponde al gobierno, podría considerarse la emisión de cierto nivel deuda. 

Debe actuarse con celeridad. Nuestra infraestructura está obsoleta. 

 

*Columna publicada en Nuestro Diario el 22 de mayo

El desprestigio del sindicato magisterial

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La educación del país ha estado secuestrada

 

El Sindicato de Maestros, liderado por Joviel Acevedo, ha realizado nuevas marchas exigiendo seguir con los privilegios que le han dado los últimos cuatro gobiernos.

A estas alturas, le resulta evidente a la mayoría de la población guatemalteca que el sindicato de maestros no está para velar por los intereses de los niños, sino para mantener una gran influencia dentro del Ministerio de Educación.

La ministra de educación actual, de forma valiente, hizo lo que nadie se atrevía a hacer desde la época de la ministra María del Carmen Aceña, que es enfrentar a uno de los líderes sindicales más repudiados y poderosos del país.

Los ministros anteriores decidieron pactar y darle grandes privilegios a Acevedo, con tal de “librarse de problemas”, lo cual provocó que este personaje acumulara gran poder, como lo ha evidenciado públicamente las autoridades educativas actuales. 

La educación pública del país se encuentra por los suelos. Los resultados de las evaluaciones a maestros y alumnos dan vergüenza, y no cabe la menor duda que eso es el resultado de décadas de clientelismo político dentro de ese ministerio.

Si se quiere recuperar la calidad de la educación, es indispensable quitarle poder a ese nefasto sindicato y su líder. 

Hay maestros que son buenos, dedicados y responsables con sus alumnos, que jamás han aceptado ser parte de ese sindicato. Se debe reconocer la labor de los buenos docentes y se debe expulsar a aquellos que no cumplen con sus labores. 

La ministra tomó una buena decisión al negarse a seguir con el clientelismo político de sus antecesores. Ojalá siga firme en su decisión, reciba el apoyo del resto del Ejecutivo y que los buenos maestros también le apoyen. 

Ya es hora de que el Ministerio de Educación deje de estar secuestrado por un sindicalismo nefasto. 

 

 *Columna publicada en Nuestro Diario el 15 de mayo 

Una interpretación equivocada

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La Corte de Constitucionalidad aplica mal un principio correcto y proyecta confusión en el plano internacional.

 

La Corte de Constitucionalidad —y algunos comunicados oficiales— celebraron esta semana una supuesta victoria en defensa de la supremacía constitucional. Pero esa victoria no existe, porque la amenaza que pretendía conjurar nunca fue real.

El caso: la Corte otorgó un amparo provisional el 20 de mayo de 2025 que deja sin efecto el Acuerdo Gubernativo 65-2025, mediante el cual el Ejecutivo había retirado la reserva al artículo 27 de la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados (CVDT). Además, ordenó al Ejecutivo “revertir” esa decisión. Aunque el asunto tiene implicaciones políticas, me interesa enfocarme en un punto estrictamente jurídico: la Corte enuncia correctamente el principio de supremacía constitucional, pero luego no lo aplica de forma coherente.

La Corte dedica buena parte del auto a desarrollar la idea de que su función esencial es preservar el orden constitucional (art. 268) y que procede a proteger la supremacía constitucional. Este concepto implica que la Constitución está por encima de cualquier otra norma, incluidos los tratados internacionales. Recuerda que el artículo 204 obliga a los tribunales a aplicar siempre la Constitución sobre cualquier ley o tratado, y extiende ese deber al resto de órganos del Estado. Cita también los artículos 44 y 175, que anulan de pleno derecho cualquier disposición —legal, gubernativa o internacional— que contradiga la Constitución. Bajo esta lógica, reafirma que solo el poder constituyente puede reformar la Carta Magna, y que ningún tratado puede afectarla. Hasta ahí, todo bien.

El problema es que la Corte confunde los alcances del artículo 27 de la CVDT. Este artículo no busca poner a los tratados por encima de la Constitución. Lo que hace es codificar una norma de derecho consuetudinario internacional: un Estado no puede invocar su derecho interno —incluida su Constitución— para justificar el incumplimiento de una obligación internacional que ya asumió. Esa es su única función. No regula jerarquías internas ni interfiere en cómo cada país organiza su sistema jurídico.

La reserva que Guatemala hizo en 1997 parte de una confusión: sugiere que el país puede desentenderse de tratados válidamente ratificados si su Constitución “no lo permite”. Pero esa idea carece de respaldo en el derecho internacional.

Durante los trabajos preparatorios de la CVDT se reforzó esta interpretación. En la sesión del 18 de abril de 1968, el delegado de Pakistán propuso la enmienda que dio origen al artículo 27 (entonces numerado 23 bis), explicando que su objetivo era evitar que los Estados usaran su derecho interno como excusa para evadir sus compromisos internacionales. Textualmente expresó que su intención era “... destacar la primacía del derecho internacional, que se funda en la norma en virtud de la cual los tratados deben ser ejecutados de buena fe. Esta regla ha sido consagrada por la Carta de las Naciones Unidas” (Actas resumidas, párrs. 58–59). El delegado de Chile apoyó esta idea, afirmando que “nada hay que oponer a que un Estado pueda invocar su constitución para negarse a suscribir un tratado, pero cuando un Estado se obliga mediante un tratado no es justificable que trate después de eludir su cumplimiento invocando su constitución y aún menos su legislación nacional ordinaria” (Actas resumidas, párr. 33). Estas expresiones, provenientes de los debates oficiales, dejan claro que el artículo 27 se limita a regular el comportamiento internacional de los Estados una vez han adquirido compromisos.

Como señala el comentario doctrinal de Mark E. Villiger (2009), el artículo 27 “no se pronuncia sobre la posición que debe otorgarse al derecho internacional dentro del orden jurídico interno. Tampoco se ocupa de las cláusulas constitucionales o las reservas constitucionales. Tampoco trata sobre la aplicación del derecho interno conforme al derecho internacional” (traducción libre del original en inglés, Commentary on the 1969 Vienna Convention on the Law of Treaties, Martinus Nijhoff, 2009, p.374).

Las proclamadas voces de victoria en nombre de la “supremacía constitucional” simplemente celebran un fantasma. Ese principio nunca ha estado en riesgo. Nuestra Constitución era y sigue siendo, sin duda, la norma suprema del ordenamiento jurídico guatemalteco. Lo que está en juego aquí no es la soberanía interna, sino el modo en que Guatemala se posiciona ante sus compromisos internacionales.

Y ahí es donde el fallo de la Corte manda una señal preocupante. Al sugerir que Guatemala puede invocar su Constitución para incumplir un tratado, se abre la puerta a un uso antojadizo de ese argumento. Para ilustrar lo problemático de esa lógica, llevémosla al absurdo: ¿qué pasaría si un gobierno populista decide, de manera “creativa”, que un tratado bilateral de inversión contradice algún principio constitucional —como la justicia social, la distribución del ingreso o cualquier otra fórmula vaga— y, en consecuencia, se niega a cumplirlo? Con 281 artículos en la Constitución, las posibilidades de reinterpretar cualquiera de ellos como “conflictivo” con un tratado son prácticamente infinitas. Y aunque ningún tribunal arbitral internacional aceptaría semejante excusa, el solo hecho de que nuestra Corte insinúe que la Constitución puede ser utilizada para incumplir compromisos internacionales ya genera incertidumbre jurídica.

Justamente para evitar ese tipo de evasiones —esa tentación de escudarse en el derecho interno para no cumplir lo pactado— es que existe el artículo 27 de la Convención de Viena. Esta norma no es decorativa: codifica una regla esencial del derecho internacional consuetudinario. Si cada Estado pudiera desentenderse de sus obligaciones internacionales alegando su Constitución o cualquier otra norma interna, el derecho internacional sería papel mojado. El artículo 27 lo impide con claridad.

Y acá está el núcleo del error de la Corte: confunde los planos. En el plano interno, por supuesto que cada Estado define la jerarquía de sus normas. Guatemala puede —y lo hace— colocar su Constitución por encima de los tratados. Pero en el plano internacional, lo que cuenta es el derecho internacional: tratados, costumbre, principios generales. Lo pactado obliga, independientemente de cómo esté jerarquizado dentro del sistema jurídico doméstico. Y eso no es una rareza ni una innovación jurídica: 116 Estados son parte de la Convención de Viena, y ninguno (que yo sepa) ha entendido que el artículo 27 interfiera con su supremacía constitucional. Sólo en Guatemala se ha llegado a esa conclusión.

Por eso, el levantamiento de la reserva hecho por el Ejecutivo no tenía efectos jurídicos reales: la norma ya era vinculante para Guatemala por su carácter consuetudinario. Al suspenderlo, la Corte no altera nada sustantivo. Pero sí produce un daño: transmite al mundo una lectura equivocada, como si fuera válido usar la Constitución para no cumplir lo acordado internacionalmente. No viola la supremacía constitucional; la proyecta donde no aplica. Y al hacerlo, lejos de proteger el orden interno: pone en duda la palabra del Estado.

 

*Columna publicada originalmente el 23 de mayo en La Hora

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